Conste desde ya mi contundente rechazo a una competición discriminatoria, elitista y cuyo único objetivo pasa por monopolizar el fútbol, despreciando a los modestos, con un sistema distinto pero que también condena a los clubs más pobres, a los únicos que viven el fútbol por sus valores deportivos. La Superliga es el súper fracaso del fútbol. Valga también la necesidad de que alguien ponga coto a esa mafia que gestionaba este negocio de manera tan frívola que auspiciaba escándalos de corrupción sin resolver. Pero unos y otros son tan iguales que siguen combatiéndose con idénticos argumentos: el reparto de la fortuna del balón, ergo una escasa consideración hacia todos aquellos que lo han acercado al pueblo y que ya se vieron ninguneados por los grandes clubes y las instituciones a la hora de recuperar las competiciones de manera insolidaria en plena pandemia. Ni los sublevados ni el antiguo régimen piensan en los demás, solo en preservar su estatus quo. 

Queda claro que el deseo de participar del supuesto botín cegará a muchos, pero nos hurtan arteramente los riesgos: ¿cuánto podemos perder detrás de esta dictadura encubierta? Por eso rechazo este mercantilismo desbocado sobre el césped. Lo mío, lo nuestro, no es tanto la competición como el orgullo tribal, el sentimiento de pertenencia y el ADNemocional. En eso, el CDCastellón puede considerarse ejemplar, incluso pese a actuar como paraguas de arribistas y mangantes --no todos bajo investigación judicial--, mantiene una dimensión social inescrutable.

Por eso mismo, sueño que este órdago desestructurado fagocite a sus inventores y hasta nos pueda beneficiar frente al modelo oligárquico que, en puridad, comparten oficialistas y disidentes, so pena de que la saturación de la oferta televisiva, más que la gallina de los huevos de oro, les devenga refractaria. Frente a ello, podemos recuperar ese arraigo identitario ahora prostituido .

Ojalá este debate espurio y lujurioso, del que somos más víctimas que invitados, derive en una exaltación del fútbol modesto, donde los hijos lloran solo por vestir los colores del equipo de sus padres y sus abuelos, en el que la historia no se arrincone en una estantería y sea la base sobre la que gozar el presente y construir el futuro. Un fútbol en el que reconocernos y cuyo fin no sea ganar dinero.