Preocuparse es gratis. Yo cambio de preocupación cada mes. En marzo me preocupaba el número de palmeras que hay en Castelló, pero ya casi lo he superado y no me importa. Últimamente pienso qué recordarán mis hijos de estos años infantiles y me esfuerzo por construirles un montón de momentos felices con la esperanza de que se conviertan, pasado un tiempo, en recuerdos igual de felices. Luego pienso qué recuerdo yo de mi infancia y la verdad es que las escenas ridículas sobresalen en la memoria. Me cuentan que pasaba horas y horas jugando con mi padre, pero el primer recuerdo que me viene a la cabeza es un día que le meé encima. 

Quizá a mi padre le preocupaba entonces lo mismo que a mí ahora, y por eso estaba aquel día en mi habitación sentado en la cama, tratando de alimentarme de recuerdos de alta gama. No lo sé, pero todavía hoy visualizo la secuencia sin esfuerzo: jugábamos con una pelota, le dije tengo pipí, mi padre juntó las manos formando un cuenco y me dijo mea aquí, y yo saqué la chorra y le meé ahí.

Obediente y literal, fácil. La típica anécdota, en la sencillez radica su belleza. Recuerdo el líquido desbordando sus manazas y mojando el azulejo, y el inquietante silencio a la espera de una reacción en el cruce de miradas. Contra pronóstico, mi padre asumió la culpa y no hubo riña ni castigo. Ojalá entrar en su cerebro en ese momento y sentir esa desolación desplomada, pero creo que aprendió la lección a grandes rasgos: no incites a la tontería a un hijo tonto.

Por qué unos recuerdos y no otros. Una vez me apuntaron a taekwondo. Recuerdo el primer día, que resultó ser también el último día. Recuerdo llegar a la clase y que estuvieran todos con el kimono blanco. Yo iba casual, en pantalones vaqueros, que por lo visto mis padres no confiaban nada en mi afición súbita por el deporte de contacto. Me endosaron de compañero de ejercicios a uno que me sacaba una cabeza y un par de cursos, cobré lo mío, y al salir comenté que lo del taekwondo no era para mí, que era mejor dejarlo y quedarme en casa viendo Bola de Drac, no fuera a ser que me rompieran algo.

Por qué de unas cosas te acuerdas y de otras no. Por qué siempre en la memoria los ridículos medrando. Un partido cumbre de mi adolescencia lo decidió Fernando Gómez con un triplete en Castalia. Hace poco vi el resumen y había olvidado el primer gol, pero recordaba perfectamente cómo celebramos el último. Fernando se acercó a nuestra zona y en un arrebato entusiasta le lancé mi bufanda, pensando que la cogería, la besaría y me señalaría con el índice mientras me guiñaba un ojo, pero pasó de la bufanda y me ignoró por completo. Recuerdo que tuve que negociar con el recogepelotas, humillado, para que me la devolviera. También recuerdo que la bufanda tenía pegado un chicle que no quitaba porque en teoría daba suerte. Empiezo a pensar que es útil el filtro de recuerdos: conserva todo lo que no sale en las estadísticas del juego. Lo nuestro.

Porque han pasado décadas y no he vuelto a tirar una bufanda, ni a pegar ni a mear a nadie, pero lo recuerdo. Por el camino olvidé miles de goles. De este final de temporada, de esta fantasía de la Superliga, qué recordaremos. Me temo que los ridículos, yo al menos, bien frescos.