Basilea III diseñó el espejo en el que la banca europea debía reflejar su solvencia. La española se vio desproporcionada y débil con respecto a sus rivales. En el ejercicio de comparación no resultó bien parada. Así que no le importó dejar en la estacada a 700.000 clientes al poner en práctica un régimen de mejora de su salud financiera. Decidieron convertir las participaciones preferentes que comenzaron a emitir a principio de los años 90 en acciones y otros instrumentos de deuda que computa como capital de primera calidad, tras las sucesivas reformas financieras que han tenido lugar.

Se trata de instrumentos híbridos: mitad acciones --aunque no tienen derechos políticos--, mitad depósito de ahorro a largo plazo que ofrece un interés determinado. Desde luego el plazo era largo, pues se trata de deuda perpetua, pese a que el emisor solía amortizarla en un plazo determinado. Para las entidades financieras tenía dos ventajas: contaban como capital y no diluían la participación de los principales accionistas.

El cliente recibía el rendimiento pactado y las podía vender en un mercado, eso sí, nada transparente, creado por el propio emisor, que le permitía recuperar la inversión. Pero cambiaron dos circunstancias que tuvieron un efecto letal para los tenedores: el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) decidieron crear un mercado secundario en el que canjearlas, que se quedó seco con la crisis, como todos los mercados de deuda. Para colmo, la banca se vio obligada a canjear esos instrumentos por otros