La cuaresma propicia y pide nuestra conversión al amor de Dios y al prójimo. Esta conversión, si quiere ser sincera, implica abandonar todo aquello que, por acción u omisión, nos separa del amor de Dios y del amor a Dios y al prójimo, es decir, nuestros pecados. Condición indispensable para ello es reconocer con humildad nuestra condición de pecadores y confesar nuestros pecados.

Hay muchos cristianos que ya no se acercan al sacramento de la penitencia, porque piensan que no tienen de qué confesarse. Cabría preguntarse, si es que los cristianos de hoy somos más santos que los de ayer. La razón fundamental de esta situación ya fue señalada hace años por Pío XII cuando dijo: “Quizá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado”.

El sentido del pecado camina en paralelo con el sentido de Dios. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más conciencia hay de pecado. El pecado es primordialmente un rechazo del amor de Dios. Ocurre cuando empujados por el maligno y arrastrados por nuestro orgullo, abusamos de la libertad que nos fue dada para amar y buscar el bien, negándonos a seguir los caminos de Dios. Ocurre, en definitiva, cuando no cumplimos sus mandamientos, que se resumen en amar a Dios y amar al prójimo.

Dios nos ama inmensamente. Cuando Dios ama, lo hace con tal fuerza que da la vida. La explicación de nuestra existencia es el amor que Dios nos tiene. Él nos creó a su imagen y semejanza. El pecado es el desprecio del hombre al amor con que Dios nos creó, con el que nos mantiene en la existencia. Hay quienes no comprenden la malicia del pecado porque son incapaces de mirar a Dios y de acoger su vida y su amor. H

*Obispo de Segorbe-Castellón