«Es mejor que el Príncipe sea considerado mezquino, ya que la avaricia es uno de los vicios que sostendrán su régimen». En el siglo XVI Maquiavelo describió así en El Príncipe la insaciable codicia de poder que envuelve la política. A pesar de que las traiciones y los fratricidios por el poder son una característica inherente en la política, el caso de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) es especialmente sonoro, entre los ultranacionalistas los puñales han sido visibles.

El constante intercambio de reproches entre las distintas alas del partido antiinmigración estalló el miércoles, cuando la copresidenta Frauke Petry anunció que no lideraría a los populistas, un paso atrás que se vio como un intento para presionar al sector crítico que se le ha vuelto en contra.

Esta fricción vuelve a evidenciar el pulso interno entre el sector pragmático, liderado por Petry, y los fundamentalistas. «Unos solo quieren ser oposición, mientras que otros creemos que hay que llegar a acuerdos y ser responsables», asegura a Georg Pazderski, líder de AfD en Berlín. A esto se suman las dificultades para condenar y distanciarse de posiciones antisemitas, filonazis y cercanas a la Rusia de Putin.

Irónicamente, Petry es la víctima del mismo método que ella usó para subir a la cúpula del partido. AfD nació en el 2013 con un perfil académico, centrado en la crítica a la Unión Europea y la economía. Petry, representante del ala más ultraconservadora, cargó contra su compañero y fundador, el relativamente moderado Bernd Lucke, y en el 2015 lo destronó y se situó junto al radical Jörg Meuthen al frente.

Ni con los excelentes pronósticos obtenidos hasta enero logró dar estabilidad al partido. El fundador y vicepresidente Alexander Gauland, enemigo de Petry y líder del brazo más ultra, consumó el golpe al ser elegido candidato. La llegada de Martin Schulz a la carrera electoral y las crisis internas han torcido el camino hacia el Parlamento.