El pasado día 12 de este mes fue un día aciago para quien esto escribe. La radio me informó a primera hora de la mañana del fallecimiento del maestro Frühbeck, de Burgos. Pocas horas más tarde, en el Hospital Provincial, los galenos me informaban de que los análisis de mis habituales revisiones no habían salido tan óptimos como cabría desear. Pero la verdad es que me afectó más la pérdida del maestro burgalés que mi propio estado, que achaco al mucho trabajo de los últimos días como consecuencia de la presentación de la ‘Crónica de Castellón’.

Y es que con Frühbeck mantenía una relación afectuosa que, por generosidad suya, nunca caía en el olvido y que me demostró la última vez que tuve la fortuna de saludarle precisamente en Castellón cuando ofreció hace seis años un excepcional concierto con la Sinfónica de Pittsburgh, que sonó como solo un grande puede hacerla sonar sobre todo en las oberturas de Wagner, compositor en el que era un destacado especialista, como consecuencia de su formación germana en Múnich donde había ganado el premio Strauss.

Me lo presentó allá por los años setenta, cuando me encontraba en Madrid para recopilar datos para mi tesis doctoral, el pianista Leopoldo Querol. En aquellas fechas el maestro era director de la Orquesta Nacional de España. Aprovechando mi estancia madrileña asistí a muchos conciertos y me aproveché para intimar con Frühbeck por la amistad con algunos músicos de la centuria nacional que habían estado en la plantilla de la Banda Municipal de Castellón. Nuestra relación se incrementó porque dos músicos de la orquesta Vicente Espinosa y su esposa, cellista y viola de la agrupación, eran vecinos de apartamento y me facilitaron localidades y encuentros con Frühbeck cuando yo visitaba Madrid.

Era efusivo, amable, aunque de carácter enérgico, algo que se evidenciaba en el podio y tenía muy claras sus ideas sobre las obras que interpretaba. Tenía fama de ser un músico vinculado al régimen de Franco y ello supuso que en 1978, cuando el duque de Alba, Jesús Aguirre, se ocupó de la Dirección General de la Música del Ministerio de Cultura lo cesara del podio de la primera centuria española.

resurgimiento

No tardó mucho tiempo en encontrar acomodo el maestro burgalés. Rostropovich le llamó para concederle la plaza de director invitado de la Sinfónica de Washington. El mismo gran cellista y director de Baku lo calificó a quien esto escribe como “mucho grande maestro” opinión que compartió el gran Yehudi Menuhin que habría grabado con él los conciertos para violín de Mendelssohn. A continuación fue titular de las Orquestas Sinfónicas de Viena, Ópera de Berlín, Montreal, Dresde y Dusseldorf e invitado en las mejores agrupaciones del planeta.

Recuerdo que en una cena en Valencia le pregunté por el duque de Alba y con un cinismo muy singular me contestó: “Queriendo perjudicarme me hizo el favor de mi vida porque nunca hubiera soñado dirigir las orquestas que dirigí si me hubiera quedado en España”.

El repertorio fonográfico del maestro fue inmenso y para los mejores sellos desde Deutsche Grammophon a la Voz de su amo. Sus registros de los oratorios ‘Paulus’ y ‘Elias’, de Mendelssohn; el ‘Réquiem’, de Mozart; los ‘Carmina Burana’, de Carl Orff; ‘La Consagración de la primavera’, de Stravinsky; la ópera ‘Carmen’, de Bizet; o de las obras orquestales de Manuel de Falla, obtuvieron los más preciados galardones de la crítica. Sin embargo, no llegó a grabar la que era su obra favorita, el ‘Réquiem’ de Brahms, por la que tenía devoción precisamente por su concienzudo dominio de las masas corales.

Frühbeck, con 110 conciertos de media al año, había conseguido superar la “edad fatídica” para los directores de los “cuarenta a los sesenta”; “se mueren muchos de infarto”, me decía añadiendo que había gozado desde los 60 de “una nueva juventud” y muchas glorias profesionales aunque siempre pensaba que “lo bueno está por venir porque la música es eterna e inacabable”. Este Marco Polo del 33, con giras de 30.000 kilómetros en un mes siempre cargado de kilos de partituras, fue siempre un prodigio de impulso vital y lleno de energía, que actuó hasta el ultimo momento pues el pasado 15 de marzo, sufrió un vahído mientras dirigía a la Sinfónica de Washington, en el Kennedy Center de la capital estadounidense. Era el primer signo de un cáncer que acabó con su vida en tres meses a los ochenta años.

Conversábamos mucho sobre zarzuela por la que tenía una gran devoción, ya que había dirigido y grabado muchas de ellas siguiendo la égida de su antecesor en la nacional Ataúlfo Argenta; es más, acababa sus conciertos ofreciendo siempre propinas de música española dirigiera donde dirigiera, era un poco como su seña de identidad patria.

Luchó mucho por que los jóvenes tuvieran una buena formación musical. Sabiendo mi condición de docente siempre me lo recordaba, señalando la sensibilidad que las audiciones de música culta pueden despertar en los más jóvenes. Y lo decía con convencimiento, con vehemencia, con la convicción de saberse dueño de su verdad. Curiosamente en un hombre de su carácter, era muy proclive a que las mujeres tomasen la batuta y, es más, reconocía que había muy buenas colegas.

Con el maestro burgalés se va un modo de hacer música, vehemente y grandioso, siempre de proporciones mayestáticas, pero nos queda su legado fonográfico de excepción. Para honrarle y recordar su amistad, voy ahora a escuchar su excepcional ‘Sombrero de tres picos’, de Manuel de Falla, que nunca fue superado y luego continuaré con ‘La vida breve’. H