El 24 de noviembre de este último año, el día de su entierro, la esquela en Mediterráneo de José Baeza Vilar lo señalaba como barítono y sastre. Fui uno de los castellonenses que asistió a las exequias fúnebres en San Vicente Ferrer. Y claro, pude recordar sus vivencias. Y las mías, que no son otra cosa estas páginas de los domingos, donde tiendo al sol de la actualidad nombres y hechos de seres humanos con los que he tenido alguna relación de palabra, de obra o de pensamiento.

En su taller de sastrería de la calle del Escultor Viciano, me personé un día para encargarle un traje especial para presentar los espectáculos de Tombatossals. Le pagué poco dinero, creo, pero le invité a presenciar el estreno del traje en una noche muy festiva de la sala. Junto a aquel fantástico Miguel Sandoval, que con su grupo inyectó la magia del flamenco a espectadores de medio mundo, actuaba también el artista catalán Dodó Escol , con su orquesta. Pícaro y gracioso en las imitaciones, para agradecer el aplauso del público pronunciaba siempre una parecida muletilla: Gracias por la cena. El aplauso es el alimento del artista.

Aquello gustó a Baeza que, desde entonces, a sus interlocutores, les hacía ver que cualquier profesión u oficio propiciaba el pago del cliente en metálico, pero que "solamente nosotros los artistas -decía- recibimos el aplauso y la sonrisa por nuestros servicios o intervenciones".

Así era. Sastre, pero también artista y barítono. Y me dió con tiempo unas notas de su currículo, por si yo "podía hacer algo" para que le pusieran su nombre a una calle. Y aquí están. Como las de Rosita Monfort de la semana pasada.

La vida

Hijo de José Baeza Castell, del comercio textil, y de Lolita Vilar Miralles, nació en la calle de Ruiz Zorrilla, el día 23 de abril de 1915. En su academia de la calle Mayor, el maestro José Cheza fue su primer educador. Después seguiría con la enseñanza primaria en el Colegio Ejército, aunque a los doce años ya se incorporó como aprendiz al comercio de su padre, Tejidos Baeza, en el número siete de la calle de Enmedio. Y pronto sintió vocación por la música. Al cerrar la tienda, cada anochecer recibía clases de solfeo y violín del profesor Emilio Bou, quien consiguió que, pasado un tiempo, recibiera también lecciones de canto del especialista Ignacio Tabuyo, en Madrid.

Al igual que con su hermano Vicente, su padre les obligó a matricularse en una famosa academia de Barcelona, para estudiar Corte y Confección. La firma Rocosa les enseñó todo cuanto había que saber de cortes, patrones, ojales, forros, guatas, gasillas y del difícil arte de picar las solapas que le permitieron abrir su propia sastrería en un piso de la calle de Fola.

Hizo el servicio militar en la compañía de Artillería a Caballo número dos, en Madrid. Y llegó a la graduación de Teniente. Después sobrevino la guerra civil y cuando todo se normalizó pudo establecer su sastrería definitiva en el número 12 de la calle del Escultor Viciano, la casa que ha sido ya para siempre su vivienda, vida y trabajo. Era propiedad del padre de su novia, Pepita Ruiz Benet, con la que contrajo matrimonio en marzo de 1943. Justo nueve meses después, el 21 de diciembre nacieron los gemelos, chico y chica, Federico y María Dolores.

Durante el período de guerra y por todos los años cuarenta, el maestro Felip y el músico y compositor Eduardo Bosch alentaron y dirigieron tanto la Peña Teatral como la Compañía Lírica Maestro Bretón, con representaciones en el Principal y en el singular pequeño teatro de la Ronda Magdalena, donde después han estado los talleres Sedarp. El nivel fue altísimo tratándose de grupos locales, con comedias y zarzuelas que les permitieron salir a otras provincias. Y allí triunfaron los Moragrega, Lola Conesa, Bernat, Gustems, Babiloni, Manolo Vellón, Vicente Pla, Carmen Fernández, Rosita Milián, Victoria Herrera, Antonio Gascó, la Tropel, Rosita Monfort, José Breva, los actores Ricardo Alegre, Felip, Arrufat y los hermanos Baeza, Vicente como tenor y José en la figura de barítono.

Todos los citados y alguno que sin querer me dejo, colaboraron en gran número de actos benéficos, sin perder esa chispa de rivalidad entre unos y otros que provocaba el apasionamiento y el interés de los vecinos de Castellón. Obras del maestro Sorozábal como La tabernera del puerto, Katiuska, Don Manolito, Black el payaso, con la que tanto se identificaba Baeza, eran cantadas casi de memoria por intérpretes y público. En aquellos años de la posguerra, José Baeza se volcó de lleno en las fiestas de la Magdalena de su nueva dimensión. Intervino en múltiples actos festeros y cantó también los versos de Bernat Artola en las primeras cabalgatas del Pregó, aunque se vió tentado por la compañía profesional de María Greus, con la que intervino en algunas representaciones de Madame Bovary, La Traviata y Tosca, aunque, al final, la seducción estaba en el ambiente de Castellón, en la dinámica laboral de la sastrería, para la que creó aquel refrán de Al César lo que es del César... y los trajes a Baeza.

De mayor, aportó su amor a la música como vocal del Ateneo, propiciando recitales de grandes intérpretes. Realizó el acceso a la Uned, con varios cursos de Derecho y fue personaje imprescindible en un palco del Teatro Principal y en las tertulias del Casino Antiguo. Recordaba su tiempo en la Coral y el grupo de danzas de Educación y Descanso, en cuya sección teatral coincidimos en aquellas representaciones de Don Juan Tenorio, de las que hablé el domingo pasado.

Siempre aspiraba al aplauso, sobre todo en tiempo de carnaval. Y, sobre todo, a tener a su nombre una calle...