El otro día tuve ocasión de dar una charla invitado por la plataforma ciudadana Castellón contra la injusticia y contra la corrupción, una iniciativa de la sociedad civil a la que deseo una larga y fecunda existencia, falta nos hace. Vinieron asociaciones y fundaciones de la sociedad civil, curiosos, amigos y, también, nuestros representantes políticos. Podríamos decir, irónicamente, que el tema despierta interés. Otra cosa es saber hasta dónde queremos implicarnos para que el pasado no se repita.

Es curioso como el lenguaje nos engaña. Hasta hace bien poco la definición de corrupción era: «abuso del cargo público para el beneficio privado». De esta forma parece que solo los políticos y los funcionarios pudieran ser corruptos. Pero la corrupción es un juego donde hacen falta al menos dos. De ahí que la definición actual, «abuso del poder en beneficio propio», describa mejor la realidad. Corruptos pueden ser, entre otros: políticos, empleados públicos, empresarios y directivos, representantes sindicales, profesores universitarios, periodistas, presidentes de asociaciones benéficas, miembros de los consejos escolares, etc. En resumen, todo aquel que abuse de una posición para su propio interés.

Pero, como bien decía Ortega, los abusos no son lo más peligroso puesto que la palabra indica casos aislados y poco frecuentes. Si son tan pertinaces y generalizados, ya no cabe hablar de abuso, sino de mal uso. La corrupción es el resultado de los malos usos en nuestras instituciones. Esta normalidad es clave para entender la actual desmoralización ciudadana. ¿Cómo crear usos nuevos?

*Catedrático de Ética