Lejos de mi ironizar cuando hay gente que sufre y muere, sea por una gripe o por un coronavirus. Mi reflexión es sobre las consecuencias de un virus cuyo origen fue China y poco después ya estaba viviendo en mi pueblo, atravesando miles de kilómetros y todo tipo de fronteras.

Las secuelas de esta, por ahora epidemia, se miden en contagios y muertes, pero lo que más parece importar es la bajada de las bolsas, la falta de repuestos en las fábricas y los cierres de congresos y espectáculos. Los impactos económicos han requerido la intervención de los bancos centrales para mejorar la salud, por supuesto no de los ciudadanos, sino de los bancos y fondos de inversión.

La verdadera pandemia es la estupidez humana, nuestra torpeza e, incluso ceguera, para comprender y gestionar la interdependencia global en la que vivimos. Nos creemos autosuficientes, individuos narcisistas que nada piden ni deben a los demás. ¿Dónde está ahora la seguridad y la competitividad? ¿Dónde la eficacia del mercado? Construimos máquinas que dicen tener inteligencia, robots que nos sustituirán, incluso algunos ya nos quieren convencer de que viviremos cientos de años. Pero un virus, como estamos viendo, lo paraliza todo.

El diccionario también nos explica que estúpido es quien hace daño a otra persona y no solo no obtiene ningún beneficio, sino que además se provoca daño a sí mismo. En eso nos hemos convertido: en una sociedad estúpida que no quiere reconocer su fragilidad, su vulnerabilidad, la dependencia recíproca que nos constituye. Tiene que llegar de vez en cuando un bicho para recordarnos la inutilidad de las fronteras, lo poco que somos.

*Catedrático de Ética