Lluvia salvadora. Y Rafael Nadal lo agradecía cuando levantaba sus brazos al cielo y señalaba con su índice de la mano izquierda el gris cielo de Roma tras vencer a Alexander Zverev por 6-1, 1-6 y 6-3. Acababa de ganar por octava vez el título en el Foro Itálico y lo había hecho en un extraño partido en el que comenzó arrollador (6-1), le devolvió la moneda el joven tenista alemán (1-6), que se adelantó 3-1 en el tercer y definitivo set cuando la final tuvo que interrumpirse por una pertinaz llovizna que hacía impracticable el juego.

Nadal se marchó a los vestuarios contrariado, pero el parón le permitió recomponerse para jugar otro partido. Esos que siempre le han gustado. Esos en los que el tenis queda en un segundo plano, esos que el tenista mallorquín ha ganado una y cien veces. Esos que le han hecho tan especial como temible para sus rivales. Pasión, lucha y más lucha. Punto a punto hasta morder una copa más, la octava en Roma, la 32 de un Masters 1.000 (récord por delante de Djokovic, 31, y Federer, 27) y la 78 para guardar en su museo de Manacor.

Y en esa lucha que poco tiene que ver con la calidad tenística, Zverev se vio atrapado por la red que le lanzó un gladiador experto en mil batallas. En ese duelo, el tenista alemán, que se había sobrepuesto al humillante 6-1 inicial y que se lo había devuelto en la segunda manga a Nadal para encarar la victoria, todavía es un aprendiz. En la lucha en el barro, Nadal no da tregua, saca su rabia, los golpes imposibles y somete a una presión al rival que, cuando se da cuenta, ya está felicitándole en la red por su victoria.

Y eso sucedió. Acorralado, contra las cuerdas, 3-1 abajo, Nadal pisó la húmeda tierra dispuesto a otra de sus épicas remontadas. De salida 3-2 y después le hizo el break a Zverev para el 3-3 y un segundo para el 5-3. El tenista alemán se quedó grogui.