En este último domingo del año litúrgico celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. Jesús mismo se declara Rey ante Pilatos en el interrogatorio a que le sometió cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de rey de los Judíos. «Tú lo dices, yo soy rey». «Pero mi reino no es de este mundo», añade. En efecto, el reino de Jesús nada tiene que ver con los reinos de este mundo. No busca poder ni pretende imponer su autoridad por la fuerza; no se apoya en ejércitos tradicionales o mediáticos, ni compra voluntades. Jesús no vino a dominar sobre pueblos ni territorios, sino a servir y entregar su vida para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte, para reconciliarlos con Dios, consigo mismos, con los demás y con la creación entera.

Jesús es Rey porque ha venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn18, 37). La verdad que Cristo vino a testimoniar al mundo es que Dios es amor y misericordia. Jesús nos descubre la verdad más profunda del ser humano, del mundo y de la historia: la verdad de Dios para nosotros y la verdad de nosotros para Dios. La verdad que Jesús nos enseña es que venimos de Dios, de su amor de Dios y que caminamos hacia Él, hacia la vida plena y eterna en su Amor; somos creados por su amor y para ser amados eternamente por Él; solo Dios es capaz de llenar nuestro deseo de ser amados. Por eso, porque Jesús nos descubre la verdad más honda y universal de nuestros corazones, todos los que la escuchan con buena voluntad, la acogen con fe en su corazón. Cristo se propone a todos, pero no se impone a nadie como verdad que hace libres, como esperanza que abre el futuro de progreso, como caridad sin límites que todo lo renueva, como vida plena y sin fin.

*Obispo de Segorbe-Castellón