Rechazar y discriminar a cualquier ser humano siempre es un comportamiento cruel e indigno. Pero si además ese ser humano no ha hecho absolutamente nada que pueda explicar ese sentimiento de animadversión, todavía lo es más. Una persona homosexual es alguien que no ha heho otra cosa más que sentir atracción por otros del mismo sexo. Es un hombre capaz de percibir la belleza en la cara de otro hombre; una mujer capaz de percibir el atractivo del cuerpo de otra mujer; un hombre o una mujer capaces de disfrutar compartiendo su cuerpo y su sexualidad con otro hombre o mujer; una persona capaz de amar a alguien de su mismo sexo.

Quizás alguien pueda ver en esto un pecado o una perversión o algo de mal gusto. Pero si disfrutar de la belleza, sentir y dar placer, o amar es algo mal visto, nuestra sociedad está peor de lo que pensamos y debería hacérselo mirar. ¿No debería cualquier dios o cualquier sociedad estar más del lado de quien ama, aunque sea de una forma distinta a la de la mayoría, que del lado de quien odia?

Parece que aún hay quien siente añoranza por tiempos pasados en los que los comportamientos homosexuales eran condenados por la Ley de Vagos y Maleantes, o la Ley de Peligrosidad Social; o incluso castigados con el exterminio en los campos de concentración; o más lejos todavía, cuando los homosexuales eran quemados en la hoguera. Pero a esos habría que decirles que mucho antes de estas barbaridades hubo un pasado en el que Zeus, convertido en águila, perseguía al bello pastor Ganímedes; Apolo se enamoraba perdidamente de Jacinto; Sócrates disfrutaba viendo practicar gimnasia, desnudo en la palestra a Alcibíades. Alejandro Magno hallaba el placer en Hefestion. Y el emperador Adriano no pudo superar la muerte de su amado Antínoo. ¿A qué pasado quieren volver los que sienten asco por los homosexuales? ¿Al del odio y la crueldad para justificar seguir practicándolos? ¿O al de la libertad, el respeto y la tolerancia?

Hay muchas formas de homofobia. Algunas muy manifiestas cuando se dice de una lesbiana o de un gay que son unos degenerados. Otras más condescendientes hacen «un alarde de benevolencia» y piden que no se les culpe «por una enfermedad que no han elegido». Otros no se atreven a tanto pero afirman que si quieren ser gais lo sean, pero que al menos lo disimulen, no tengan pluma, no se besen en público o no celebren el día del Orgullo por las calles porque generan atascos y que es mejor que se vayan a la Casa de Campo para hacer allí lo que quieran. Como si fueran una vergüenza, se les permite existir, siempre que se escondan en un armario bien profundo y no molesten a la gente de bien. Son distintas manifestaciones del odio. Del mismo odio que otras veces se dirige hacia los inmigrantes pobres, hacia los gitanos, hacia los negros, los musulmanes o hacia cualquiera que sea distinto a nosotros. Es más de lo mismo. Ojalá hubiera una vacuna para el odio porque eso sí que es una enfermedad y una degeneración que saca a la luz lo peor del ser humano. Eso sí que es una vergüenza que cualquier sociedad con un mínimo de pudor y decencia debería combatir con todas sus fuerzas.

Y que nadie se ampare en la libertad de pensamiento ni en la libertad de expresión. Las manifestaciones de homofobia a veces impactan directamente en los homosexuales cuando se les acosa en las escuelas o en los institutos, cuando se les insulta o se les golpea. Pero los mensajes verbales y las declaraciones también pueden agredir. Crean un estado o clima de opinión, quedan en el aire y hacen que un adolescente, antes de saber que es gay o lesbiana, se sienta diferente a los demás, se sienta menos que los demás, peor que los demás. El adolescente crece ya con ese estigma, de manera que primero aprende que sentirse atraído o amar a alguien del mismo sexo es intrínsecamente malo; y después, que eso que es malo le sucede a él, que esa maldad la lleva dentro. Muchos homosexuales se rebelan ante esto y saben racionalmente que no están haciendo nada malo, pero ya se les ha inoculado el veneno del estigma, desde su más tierna infancia, ya lo tienen dentro, sienten una homofobia internalizada y cierta vergüenza o sentimiento de culpa por ser como son. Ese sentimiento acaba produciendo problemas de ansiedad, consumo de drogas, depresión o incluso suicidio. Y por eso nadie es libre de expresar un odio que siempre produce mucho sufrimiento y que muchas veces, directa o indirectamente, acaba matando. Eso no es libertad, es más bien un delito.

¿Seremos capaces de comprender esto y de mantener aislados y en cuarentena preventiva a quienes pronuncian estos discursos, mientras diagnosticamos qué demonios les pasa, de dónde sacan tanto odio y por qué hacen daño a gente cuyo único pecado es amar? Quizás las «terapias reparativas» que algún arzobispo sigue recomendando a los homosexuales tengan que ser aplicadas a los que diseminan el odio para «convertirlos» en ciudadanos respetables.

*Director de Salusex. Decano de la facultad de Ciencias de la Salud de la UJI