La abdicación por triplicado de Juan Carlos I, una reincidencia en el abandono del trono subrayada en la carta de dimisión que se divulgó ayer, supone una noticia mayúscula. La repercusión del abandono forzoso de España resonará a la altura del portazo. Sin embargo, el exilio del gobernante más longevo de los últimos siglos tendrá efectos minúsculos. El Rey Emérito, que omite cuidadosamente su condición de jubilado, descubrirá en el Caribe que el extranjero ya no existe.

Sacar a Juan Carlos I de España con precipitación no pacifica la monarquía. Felipe VI se queda a solas en el trono, y a los 52 años le convenía liberarse de sus padres. Sin embargo, no desaparece su condición de sucesor, hijo ("tu padre") y designado por su progenitor. Un cambio de residencia en esta tierra no solucionará la desafección de quienes no advertirán excesivas diferencias entre La Zarzuela y una mansión en la República Dominicana colonizada por los hoteleros mallorquines. El traslado casi equivale a un exilio dorado en Marivent, por citar el enclave anhelado por el emérito.

La transición ha saltado por los aires, Juan Carlos I acaba de desmentirla al anular cuarenta años de reinado. Se ha aliado en el comunicado con un hijo al que le cuesta romper las ligaduras paternalistas, pretende una nueva sucesión no traumática, que demuestra de paso las imperfecciones de la primera abdicación improvisada en 2014.

La derrota sufrida ayer por Juan Carlos I es su Waterloo huyendo del Supremo, una tentación muy reiterada en la España contemporánea. El momento puede ser inevitable para su protagonista, pero pilla a trasmano a un país en quiebra técnica y enfermo literalmente de pandemia. O por lo menos, predispuesto a exagerar los síntomas económicos y víricos.

La rabia contenida del comunicado solo se exprime al salmodiarlo con monotonía. Consiste en un esfuerzo a dos coronas para frenar embates a los que no ha sido ajeno el Gobierno de izquierdas. Abruma de hecho la confusión de Reyes en el texto. "Su Majestad el Rey Don Juan Carlos" se dirige a "Su Majestad el Rey", que debería ser el mismo pero es su alter ego. El desdoblamiento de la corona es tan complicado de asumir como la convivencia de dos Papas en el Vaticano. Un arriesgado juego de tronos.

A cambio de la expulsión no violenta, "Su Majestad el Rey" autoriza a "Su Majestad el Rey Don Juan Carlos" a desgranar los tópicos de cada escándalo de corrupción. El estupor ante un mínimo de cien millones de dólares de regalo se resume en "la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada".

Es decir, la prensa tiene la culpa ("repercusión pública"), lo sucedido ha prescrito ("pasados") y pertenece a una esfera íntima ("mi vida privada") en la que nadie debería hurgar, aunque la monarquía presumía de una ejemplaridad transmitida a todas sus acciones. Del ejemplo no hablan ya ni los monárquicos más acentuados, porque los juancarlistas dimitieron antes que el titular de dicha adscripción. Cuando se supera el enojo ante el amontonamiento de excusas, se observa que no aportan la mínima justificación del comportamiento personal, que incluye presuntas comisiones y evasiones fiscales.

La ejemplaridad ha dejado de ser un requisito para referirse a "mi legado", donde esta herencia aparece por partida doble en labios del padre y el hijo. También hay redundancia en "querido Felipe", "tu padre" y "su padre", en la voluntad de demostrar que las cadenas paternofiliales no conocen de fronteras. Juan Carlos I le recuerda a su primogénito que se va para seguir estando, y que siempre le deberá el trono.

No se discute la "importancia histórica" que "Su Majestad el Rey" le reconoce a "Su Majestad el Rey", sino si es el momento de enfatizarla. Desde hace tiempo, los siete Tours de Lance Armstrong no son la premisa para evaluar su reinado, y Juan Carlos I permite dudar de los objetivos auténticos de un mandato difícil, que libró disfrutando de privilegios sin precedentes.El principal lastre del Rey Emérito que se resiste a serlo consiste en sus defensores a ultranza. Son los mismos que le han abocado a la situación actual, al silenciar los excesos cometidos al amparo de una inviolabilidad demasiado fácil de confundir con la impunidad. La citación de Corinna por la Audiencia Nacional ha acelerado el desenlace. El jefe de Estado más memorable ha colocado su país a los pies de una ciudadana extranjera avida dollars. Una alta traición de principado monegasco de opereta. El documento más duro del folletón muestra a la pseudoaristócrata bajando de un avión oficial español en calidad nunca aclarada. Gentilezas a cargo de quienes presumen de anteponer España a cualquier otra consideración.

Si conserva un átomo de sangre fría, Felipe VI se habrá percatado de que "su padre" no es la pieza a cobrar. Por desgracia, el párrafo final elegiaco impuesto por Juan Carlos I en la negociación del texto desbarata la mínima insinuación de independencia filial. Este homenaje pactado desluce una extracción de palacio que debió ser más sucinta. El jefe de Estado no cuenta con nadie en quien confiar, pero un Rey no puede inspirar lástima.

Se podría omitir la cuestión por cortesía, pero "¿sobrevivirá la monarquía?" es el interrogante con el que se saludan ahora los españoles preocupados por la institución. La opinión más relevante al respecto corresponde a Pedro Sánchez, que ha ejecutado la tala de Juan Carlos I sin omitir ni desperdiciar un solo golpe de hacha. Es posible que persiga un bien superior, pero vuelve a demostrar que es preferible no contarlo como enemigo.

La monarquía sobrevivirá si sirve, si aporta más soluciones que complicaciones. En medio del coronavirus, nadie puede pretender una respuesta de antemano a esa disyuntiva. Para quien desee una preocupación adicional, la continuidad en la forma del Estado no es ahora mismo el problema primordial de los españoles. Eso sí, la perspectiva de un Aznar presidente puede sofocar a los republicanos más exaltados.