El coche fúnebre se detuvo frente a la Biblioteca del Congreso, antes de recorrer los metros finales que separaban a Ruth Bader Ginsburg de la que fue su casa durante 27 años, el Tribunal Supremo de EEUU, donde le esperaban alineados como festones negros el centenar de pasantes que tuvo durante su larga carrera como magistrada. No hubo aplausos ni vítores, solo rostros solemnes y algún empujón para inmortalizar con la cámara el momento histórico. «Sentí muy dentro como si Dios me obligara a presentar mis respetos a esta luchadora por los derechos de las mujeres», contó Cecelia Ryan, que condujo durante 12 horas desde Chicago para visitar la capilla ardiente de Ginsburg. «Como mujer, necesitaba darle las gracias».

La historia no serí a la misma sin el trabajo de esta brillante jurista que dio sentido al principio de igualdad ante la ley inscrito en el pórtico del Supremo, negado a las mujeres hasta que sus victorias legales empezaron a desmontar en los años 70 el armazón que había servido para avalar la discriminación de género. No llevaba escrito en su ADN la misión a la que dedicó su vida, pero los desplantes que sufrió en Harvard, los portazos de los bufetes neoyorquinos recién licenciada o las lecciones que el feminismo sueco le enseñó durante las temporadas que pasó allí en los 70, le mostraron el camino. Al fallecer el pasado viernes a los 87 años por un cáncer de páncreas ya no era una simple jueza, sino un símbolo de la América progresista.

«Se ha dicho que Ruth quería ser una virtuosa de la ópera, pero acabó convertida en una estrella del rock», dijo su compañero del Supremo, John Roberts, durante la ceremonia privada que se celebró el interior del tribunal.

Ginsburg s erá honrada como una de las madres de la patria en un país que siempre las ha ninguneado. Hasta hoy su capilla ardiente permanecerá bajo el pórtico del Supremo, instalada sobre el mismo catafalco en el que reposó el ataúd de Lincoln. Y mañana se exhibirá bajo la cúpula del Capitolio, un honor nunca concedido a una mujer. H