La peculiar manera de gobernar de Donald Trump a través de Twitter acaba siendo algo más grave que una anécdota más o menos jocosa. Este sábado entran en vigor los nuevos aranceles que ha impuesto a los productos europeos, desde los cítricos hasta los textiles. Unos nuevos gravámenes que van a tener un impacto directo en las exportaciones españolas. Una amenaza más para nuestra economía. Los productores europeos pagarán el pato de otra rabieta del excéntrico presidente norteamericano. Ahora, por las subvenciones de los estados europeos a Airbus que, según él, laminan a la empresa Boeing. En el fondo, Trump ganó las últimas elecciones con un programa proteccionista.

Trump representa a unos Estados Unidos miedosos, incapaces de resurgir a base de innovar y que se dedican a conservar sus posiciones de privilegio antes que a transformarse. Estos enfados de Trump sabemos que son cíclicos. Pasó en el caso de México y Canadá y ahora remite en el caso de China. Se trata de marcar el terreno, de asustar al competidor. Trump pretende aparentar que su país no ha perdido la hegemonía ante otros países.

Es necesario fijar reglas para que esa competencia sea efectiva. Pero lo que no sirve para nada es volver al proteccionismo de otros siglos. Castigar a los productores europeos por las políticas de sus gobiernos no tiene sentido, solo alienta la desconfianza, y ha sido la base de muchos conflictos que han acabado en guerras. El libre comercio ha sido, lo decía esta semana la directora del FMI, un factor de paz y de estabilidad. Un puñado de votos no valen la pena para tirar esos logros por la borda.