Sentada a la mesa junto a la ventana, espera a su novia. Ambas tienen 26 años. Una caña antes de firmar su primer contrato de alquiler conjunto. Hace dos años se dieron el primer beso, aún lee su nombre en los poemas de amor. A escasos metros de ella, separados por un vidrio y un mundo, pasa un hombre en bicicleta. Colgada de su espalda, la mochila amarilla de repartidor. Seis meses en España y es lo único que ha encontrado. Esta noche será movidita. Acabará molido, pero un día podrá traerlos, a sus dos amores. Y el niño crecerá en unas calles sin pistolas ni hambre. Dos cafés para la pareja del rincón. Aún les cuesta llamar Alba al bebé que inscribieron como Manuel. Pronto empezará el tratamiento hormonal. Ya dejaron atrás la estupefacción, la incredulidad, las largas charlas y los psicólogos. Que no sufra, se repiten. Que deje de sufrir.

Escribimos poco de amor. Al menos, en los diarios. Pero cuando morimos apenas hay nada que importe más. A quiénes hemos amado. Quiénes nos han amado. Es simple, aunque nos empeñemos en complicarlo. O en ahogarlo. Y dedicamos ingentes cantidades de tiempo a discutir sobre mil cosas que, en realidad, apenas inciden en nosotros.

Podemos votar por infinidad de motivos. También podemos no hacerlo. ¿Es eso lo que has decidido? Quizá ninguno de los candidatos que viste por televisión te convenció. Quizá tampoco les viste. Y piensas que ya no te los crees, que sus promesas acaban naufragando ante la voluntad de los poderosos que nunca podrás votar.

Si no quieres votar por las pensiones, la dependencia, la educación, la sanidad o el mercado laboral, al menos, vota por el amor. No el de las ideas, las piedras o los pedazos de tela. Por el amor de la piel. Por ese que se pasea por los cafés, por las calles. Ese que tú también sientes y que quieres vivir en libertad. Por ti o por tus hijos o tus nietos… Todo puede ser peor. Mucho peor.

*Periodista