La holgada victoria de Boris Johnson, quien ayer acudió al Palacio de Buckingham para obtener el mandato de la mano de la Reina, en la elección del sustituto de Theresa May al frente del Gobierno británico y del Partido Conservador no por esperada es menos preocupante. La consagración del político del que nunca se sabe qué cabe esperar pone el brexit en las peores manos para que se consume sin costes irreparables, acentúa la crisis de la familia tory, dividida entre los brexiteers radicales y quienes creen que solo es posible salir de la UE si hay pacto, y alarma a la City, que teme una caída sin freno de las exportaciones al otro lado del Canal --el 12,5% del PIB-- y el debilitamiento de la libra.

A diferencia de su adversario Jeremy Hunt, apegado al realismo y al cálculo de riesgos, Johnson es conocido por su desprecio por la verdad y por un egocentrismo sin límites, una mezcla que se reveló extraordinariamente eficaz en la campaña del referéndum del 2016, que acaso sirve para frenar la competencia del eurófobo Nigel Farage, pero que es sin duda insuficiente para tener esperanzas de que el próximo Gobierno británico estará en condiciones de salir de la UE el 31 de octubre con el respaldo de un acuerdo con Bruselas. La serie de dimisiones --la última la protagonizada por el hasta ayer ministro de Economía, Philip Hammond-- de miembros del Gabinete saliente antes de su disolución por disentir de Johnson obliga a esperar lo peor, aunque el nuevo premier tendrá que batallar con un Parlamento muy hostil que se antoja el último bastión para lograr que el brexit sea pactado y se limite así el parte de daños asociados al divorcio.