La mera hipótesis de la candidatura de Manuel Valls a la alcaldía de Barcelona por Ciudadanos ha levantado suficiente revuelo para observar que, si llega a producirse, será determinante en el resultado de las elecciones municipales previstas dentro de un año. Valls se ha convertido en los últimos meses en un icono casi perfecto de lo que el partido de Albert Rivera quiere representar: un firme partidario de la unidad de España alejado del conservadurismo tradicional.

La opción del exprimer ministro francés quiere unir bajo unas siglas todo el voto no independentista, recogiendo en el caladero del PSC, de CiU y asestando un duro golpe al PP. Pondría, además, a la ciudad de Barcelona y a Cataluña en el debate europeo: un frente de lucha entre el europeísmo y el populismo, no entre la democracia y el posfranquismo como pretende Carles Puigdemont. En el laboratorio, el experimento Valls tiene muchas posibilidades de terminar siendo un éxito.

La política real siempre es más compleja. Valls, como ciudadano europeo, en primer lugar, y como persona que ha nacido en Barcelona, tiene todo el derecho a presentarse. Algunos de sus detractores transpiran un aire xenófobo más propio del siglo XIX que del XXI. Pero tampoco hay que caer en cierto provincianismo al estilo de Bienvenido Mr. Marshall. Valls deberá demostrar que, además de un perfil adecuado, tiene un proyecto para Barcelona que vaya más allá de la oposición. Y en este punto su currículum no lo invalida de ninguna manera pero tampoco le anticipa un paseo sin bajarse del autocar.

Si Valls resulta finalmente el elegido por Ciudadanos es posible que el independentismo se vea empujado también a una candidatura de unidad. Ese sería un efecto colateral de la maniobra que no hay que menospreciar porque podría dejar el Ayuntamiento de Barcelona en una situación de bloqueo como está ocurriendo en el Parlament. Valls debería explicar su proyecto y sus alianzas.