Fue en Hort dels Corders o Huerto Sogueros. Con mascarilla y frente a lo que hasta hace poco fue la Delegación de Hacienda. Distancia y el necesario control: nombre, apellidos y número de teléfono mientras deambule Dios sabe por dónde el virus. Público escaso en sillas separadas. Era un cortísimo concierto de la Banda Municipal que tuvo lugar al atardecer del pasado sábado. A la hora en que caía el sol de septiembre prolongando las sombras de las altas edificaciones de este Castellón nuestro tan sobrado de alturas. Miren ustedes, vecinos, a uno el lugar siempre le evoca el cadalso y la horca donde, hasta las primeras décadas del siglo XIX, se ajusticiaba a los malhechores de La Plana. Se colgaba al delincuente y luego se le descuartizaba. Horas después se exponían los despojos en distintos lugares de la ciudad, porque la pena de muerte debía ser ejemplarizante. El punto exacto del cadalso era el cruce de Huertos Sogueros con la actual Plaza del Rey, a unas decenas de metros de donde iba a tener lugar el concierto que había preparado Marcel Ortega . La espera fue larga y las precauciones muchas. Hubo tiempo suficiente para el recuerdo en esta ciudad en la que siempre nos acompañan nuestros demonios introspectivos, como acompañaban esos diablos al gran poeta Konstantinos Cavafis en su Alejandría natal.

Cuando la primera edil de la ciudad, el presidente de la provincial Diputación y demás poderes y potestades locales tuvieron sus posaderas en los asientos distanciados, con puntualidad casi suiza, comenzó el breve concierto. Durante unos escasos tres minutos sonaron los acordes con maestría de la Fanfarria para un hombre corriente de Aaron Copland ; tres minutos en que se alternaba la música de metal con la percusión. Una música con cierto aire castrense, porque así y para los soldados americanos lo quiso Copland durante la Segunda Guerra mundial. La banda hizo una interpretación genial de esta música de circunstancias que lleva el sello hebreo en la sangre del compositor.

Los doce o trece minutos siguientes fueron para el Adagio para cuerdas de Samuel Barber . Las cuerdas estuvieron ausentes, porque nuestros músicos interpretaron una transcripción para banda. Nada de violines iniciales, violas finales y violonchelos que tocan la línea melódica principal. Lo de Marcel Ortega era otra cosa, linda y con los silencios del Barber original, pero otra cosa que, en principio, desconcierta a quienes estamos acostumbrados a escuchar las cuerdas originales de Barber. Tan desconcertante como la aparición de la pandemia, o los ancianos que fallecieron solos sin una mirada o mano amiga que acompañara su último estertor. Pero la transcripción para banda de la música de Barber conservó sus silencios, y ese algo religioso y elegíaco de ese compositor norteamericano que resulta estremecedor.

Por último sonaron los pentagramas de Daisuke Shimizu , música japonesa también de circunstancias, algo más animada y relacionada con sunamis y paisajes destruidos que vuelven a florecer en este mundo globalizado, donde los desastres y dramas humanos nos desconciertan. Desconciertan a quienes tienen las riendas y gobiernos, y desconciertan al hombre de la calle.

Un concierto corto y desconcertante que no debió acabar con el Rollo y Caña , música festiva y querida, que no venía a cuento en las actuales circunstancias. Abandonamos el lugar, no lejos de donde otrora se levantaba el cadalso. No reinaba del todo la oscuridad, pero la luna, señora de la noche, empezaba a enviarnos sus pálidos rayos de luz. H