Llegó, por fin, el primer martes tras el primer lunes del mes de noviembre. La espera se había hecho larga, muy larga, incluso tensa. Como si se tratase de una jugada en la ruleta de un casino, nuestro futuro se iba a jugar este martes a todo o nada . No solo era así para el porvenir de la democracia norteamericana, también el horizonte del resto del mundo vendría condicionado por la reelección o no de Donald Trump . Fatigados y angustiados por la llegada de una cruel segunda oleada de la epidemia, a los europeos se nos hacía difícil pensar en cuatro años más sometidos al matonismo y la antipatía que nos profesaba el arbitrario y peligrosodirigente americano.

Los conflictos y la inestabilidad han sido los efectos en los demás países de la política de Trump, fiel al lema que ha proclamado tantas veces: America first . Una idea que tomó inicialmente de discursos que pronunció el presidente Woodrow Wilson defendiendo la neutralidad de Estados Unidos, antes de cambiar de opinión en 1917 y entrar en la Primera Guerra Mundial. La errática política de Trump se ha reflejado en la introducción de aranceles y sus fricciones con China, en el abandono de organizaciones internacionales como la OMS o la retirada de acuerdos sobre armas nucleares suscritos previamente por su país.

Trump ha despreciado a la Unión Europea, a la que ha intentado amedrentar con sus bravuconerías. Le ha perjudicado cuanto ha podido, alentando el Brexit de la mano de su seguidor Boris Johnson , y favoreciendo la extrema derecha y los populismos, enemigos acérrimos del proyecto unificador de los europeos. Entre sus admiradores, Marine Le Pen dijo hace poco que si Joe Biden sale elegido será una auténtica catástrofe, Alternativa por Alemania lleva cuatro años elogiando su política e Isabel Diaz Ayuso , la Trump española, imita sus modos de hacer política. La ruptura con el Acuerdo sobre el clima, suscrito en París, es un daño singular hecho por el empresario neoyorkino a la solución promovida por Europa a un problema que afecta a todos los pueblos.

Odio y desunión son los males principales que la política de Trump ha traído a su propio país. Cuando veo en alguna televisión imágenes de las manifestaciones por los conflictos raciales, de los grupos supremacistas armados y dispuestos a reprimir a quien se proclame opuesto a Trump, cuando analizo su disparatada política industrial y el cortoplacismo de su estrategia económica, cuando oigo al presidente norteamericano burlarse de los científicos y decir burdas mentiras, pienso en los buenos amigos que tengo en aquel gran país, en Massachusetts, en Pennsylvania, en California o en Nueva York y siento solidaridad y pena. Mis amigos y colegas son idealistas, casi todos profesores universitarios, que aman la ciencia, la cultura, la libertad y la democracia, que son personas respetuosas con quien piensa diferente. No se merecen un presidente tan grosero, tan indocumentado. Acaso en el hecho de que haya bastantes más como mis amigos se halle el porqué de esas interminables colas de norteamericanos en las que aguardaban a la intemperie el turno para depositar por anticipado su voto.

La noche del martes al miércoles prometía ser larga. Atrás quedaban decenas de encuestas y centenares de artículos en la prensa sobre las peculiaridades del sistema americano del voto por Estados y la posterior conformación del colegio electoral, y cómo esa composición favorecía a la candidatura de Trump. El recuerdo de lo que pasó en 2016 me mantenía en vilo, a la espera de conocer los primeros recuentos de las votaciones. Europa contenía la respiración.

Sobre las dos de la madrugada llegaban unos primeros resultados, de Florida, favorables a Trump. Como los pronósticos eran favorables a Biden y los primeros datos de la Costa Este se inclinaban por los demócratas, no había en esas primeras horas de la noche motivos para el pesimismo. Sin embargo, los escrutinios se iban decantando poco a poco por el Grand Old Party hasta que, antes del alba, casi todo el mapa en la pantalla del televisor se puso de color rojo. Y lo que era peor: en los Estados a los que se atribuía influencia decisiva en la victoria de un candidato, las diferencias crecían en beneficio de Trump. Desconcertado, no lo soporté y apagué la televisión.

Cuando un par de horas más tarde pudo más mi curiosidad que el disgusto, volví a conectarme y en breve percibí el inicio de un cambio de tendencia. Arizona abría el paso, luego las diferencias entre los candidatos se reducían, y unos pocos minutos después Wisconsin mutaba de rojo a azul en el mapa. Nevada era también de Biden. Los veinte puntos de diferencia del republicano en Pennsylvania se reducían a la mitad, … y, por fin, ¡Biden adelantaba a Trump en Michigan! El vuelco. Aunque quedase bastante espera, probablemente días, el final de la presidencia de Trump era probable. Como había anunciado, el empresario neoyorkino puso en marcha su mal perder y su estilo desafiante frente a la voluntad soberano del pueblo norteamericano, pero nada evitaría que abandonase la Casa Blanca. El peor presidente de la historia de los Estados Unidos había sido derrotado.

Con Biden inaugurarán una etapa diferente su país y el mundo entero. De la vuelta al multilateralismo estoy seguro, como de la recuperación del diálogo entre iguales entre norteamericanos y europeos, del retorno inmediata como prometió el nuevo presidente a los Acuerdos de París sobre la reducción de las emisiones contaminantes y el combate de la emergencia climática, de que Washington en lugar de apoyar a los nacional populistas de esta parte del Atlántico ayudará a las democracias europeas a combatirlos, de investigaciones conjuntas para conseguir avances médicos contra el coronavirus.

El programa social que promete el nuevo gobernante de Estados Unidos, a priori, resulta atractivo, pues dice que dará prioridad a la atención de los que lo pasan peor. Biden ha anunciado su pretensión de contar con renovadores y jóvenes para conformar su gobierno.

Al pasar la página de Trump, una ráfaga de aire fresco, de alivio, y un soplo de optimismo me despiertan de un mal sueño. Por fin, una noticia buena, que ya era hora. H

*Rector honorario de la Universitat Jaume I