P rimum vivere, deinde filosophari» dice literalmente la famosa sentencia latina. Por supuesto, «primum vivere» y más en nuestra situación. Lo primero es vivir, es decir, hacer frente a la pandemia con todos los medios técnicos, científicos, sanitarios y sociales de los que disponemos. Y en esas estamos todos, confinados y siguiendo las indicaciones. Pero no estaría de más, si les parece, que, como el confinamiento es propicio para la reflexión meditada, llamáramos a la filosofía para reflexionar y pensar sobre lo que nos pasa.

Y lo que nos pasa es muy duro y muy fuerte. Sin duda, marcará un antes y un después en nuestras vidas. Pero no es la primera vez, ni somos los únicos: «Nihil novum sub sole». Efectivamente, no hay nada nuevo bajo el sol. Hace un siglo, en 1918, la mal llamada gripe española --que fue estadounidense y a nosotros, por no estar en guerra e informar de ella, nos cayó el sambenito-- fue también terrible y además con unos índices de morbilidad todavía mayores. Pero eso lo leíamos en los libros, no nos pasaba a nosotros. Y ahora vemos que sí, que somos nosotros las víctimas, los afectados. Y esa puede ser la primera reflexión respecto a lo que nos pasa, nos damos cuenta de que en la época de lo virtual, de la cuarta revolución industrial, de la telemática y la conectividad, de la sociedad 5.0, de la globalización y la alta tecnología, tenemos un cuerpo y continuamos siendo frágiles, vulnerables y débiles. Estamos expuestos. Es, como muy bien decía un autor, la epifanía de la contingencia.

En consecuencia, nuestra relación con el otro cambia. Y ese cambio es paradójico. Contra lo que suele ser habitual, darle ayuda es separarse de él, huir de su presencia, zafarse de su inmediatez. Protegerlo es ahuyentarlo; quererlo, separarlo. Esto no sucede con el personal sanitario, por supuesto, que hace de la cercanía con el enfermo heroicidad continuada y constante, pero para el común de los mortales esta nueva relación de corporalidad dejará una huella que esperamos no sea indeleble. Porque la común humanidad se hace desde el abrazo y el beso, la cordial palmada y el cálido apretón de manos, la charla próxima y la carcajada compartida. Necesitamos tocarnos, sentirnos cerca, rozarnos.

Por eso, no estaría de más, y esto es una segunda reflexión, que más allá de nigromantes, agoreros y sabelotodos, esta desazón y este peligro sirviera para unirnos más, para estar más juntos. Que nuestra común humanidad se fortaleciera y que la cohesión social se reforzara. Aristóteles, lo recordaba estos días Adela Cortina, hablaba de la «amistad cívica», de la común filia que ha de haber entre los cives, los ciudadanos que compartimos derechos y deberes en la polis. «La amistad es lo más necesario para la vida; sin amigos nadie querría vivir aunque poseyera todos los demás bienes y es la amistad cívica la que mantiene unidas a las ciudades», dice Aristóteles en la Ética Nicomáquea.

Esa amistad cívica se refleja muy bien a las ocho en punto de la tarde. ¡Qué magníficas ocho en punto de la tarde! Ese aplauso común y compartido es el mejor símbolo de todo lo que nos une. Y ahora como el coche está atascado y ha caído en un socavón enorme, tenemos que bajarnos todos y empujar, empujar con fuerza y con ganas y en una dirección: hacia adelante.

*Presidente de la Diputación de Castellón