Ya son seis las Diades consecutivas en las que el independentismo ha demostrado, en mayor o menor medida, su capacidad de movilización y su civismo. Más allá de las guerras de cifras, que centenares de miles de personas se manifiesten cada año, en un ambiente festivo y sin asomo de violencia, es un dato que a nadie debería pasar por alto. Tienen razón quienes lamentan que una festividad que antes era de todos haya sido patrimonializada por una parte de la sociedad catalana, este año de forma tan explícita como elocuente era el lema de la manifestación: La Diada del Sí.

Nada será posible tras el 1-O, se celebre el anunciado referéndum o sea un simple simulacro, sin tener en cuenta que esa mitad de Cataluña existe, y que sus legítimas aspiraciones políticas no pueden ser ignoradas. De la misma forma, no se puede excluir a la otra mitad de Cataluña, a la que ayer ni se manifestó ni se sintió representada, del devenir político catalán. Esa mitad de Cataluña a cuyos representantes en el Parlament la mayoría (en escaños, que no en votos) independentista aplicó el rodillo la semana pasada. Esa mitad que ya no se siente representada por las masivas manifestaciones del Onze de Setembre desde que mutaron del derecho a decidir a reclamar sin tapujos la independencia. Porque no hay que olvidar que la manifestación de ayer fue la de los del sí en un referéndum, el del 1-O, que vulnera la Constitución y el Estatut. Ayer no se manifestaron ni quienes votarían que no ni quienes quisieran una consulta, pero no una basada en la desobediencia. La marcha de la Diada de ayer fue estrictamnte de parte.

Neus Lloveras, alcaldesa de Vilanova i la Geltrú y presidenta de la Associació de Municipis per la Independència, fue la última en sumarse a la presión a los alcaldes. Dividir entre buenos y malos alcaldes es un camino muy peligroso. Se equivoca la cúpula indepenentista: el 1-O, unilateral y fuera del ordenamiento jurídico, no es un asunto de democracia, sino de legalidad.