El dolor que une a quienes, en plena pandemia del coronavirus, no pudieron acompañar a sus seres queridos en su último viaje y a quienes a través de sus testimonios nos sentimos conmovidos por sus palabras, son a la vez una despedida personal y un homenaje colectivo. Las condiciones de confinamiento de la población en sus casas y de aislamiento de los enfermos atendidos en centros sanitarios fueron determinantes para contener la propagación del contagio, pero el precio pagado por muchas familias fue tan elevado como inolvidable: perder a alguien hospitalizado sin poderlo acompañar en el trance. Los expertos hablan de una gestión incompleta o imposible del duelo en el ámbito familiar en estas circunstancias. Ese mismo duelo difícil de procesar, ante situaciones de una profundidad emocional inclasificable, alcanza, o debería alcanzar, a todos.

Acaso el comportamiento del personal sanitario, que palió en cuanto pudo la ausencia de los allegados, atenuó en parte la soledad de las víctimas. El precio en vidas pagado por los profesionales es asimismo inolvidable y ha sido justamente reconocido por los ciudadanos con aplausos en los peores días de la pandemia. Pero es lo cierto que los testimonios subrayan el gran vacío que sienten cuantos, encerrados en sus domicilios, hubieron de afrontar el anuncio de una muerte. No hubo otra forma de impedir las redes de contagio, pero esta realidad indiscutible apenas sirve como consuelo ante la pesadumbre ante la pérdida sufrida.

Porque se trata de un drama transversal, compartido por una sociedad que ha visto alterados en grado sumo la manifestación de sus afectos, nadie debe monopolizar el recuerdo y el homenaje a las víctimas. Hacerlo es una grosería, una manipulación interesada de su memoria y una afrenta a las familias, cuyo dolor se pretende utilizar de forma torticera. El espectáculo ofrecido en el Congreso de los Dioutados con harta frecuencia ha sido, en este sentido, reprobable, incluso después de que se establecieran diez días de luto nacional. No todo vale en política, y mucho menos medrar con la memoria de los muertos.

La experiencia colectiva vivida durante tres meses, los aciertos y errores cometidos por todas las administraciones al afrontar una crisis sin precedentes y la inmensa lista de vidas perdidas deben mover a la reflexión, a respetar el recuerdo de quienes nos dejaron y a poner remedio a deficiencias clamorosas. Entre ellas, el funcionamiento de las residencias de ancianos, los recursos de que disponen para garantizar la dignidad de los internados y el control público de los mismos. Es evidente que una parte de la tragedia vivida por muchas familias es consecuencia de las condiciones de gestión y atención en algunos de estos centros de mayores, enfocados a garantizar una rentabilidad máxima con unos recursos mínimos o, en todo caso, insuficientes. Y al desentendimiento por parte de servicios públicos sobre lo que sucedía entre sus paredes. Y eso no debe volver a suceder. Nunca.

Cuando pase la tempestad de la pandemia hay que evitar que las víctimas de la enfermedad pasen a ser poco más que una estadística sanitaria, o un recuerdo circunscrito al ámbito de quiénes notarán su ausencia. El coste humano de lo vivido es demasiado alto y demasiado perturbador como para no preservar del olvido la memoria de los ausentes. Ni la crisis social en ciernes ni la devastación económica causada por la congelación de todos los sectores ni la urgencia de poner de nuevo en marcha los engranajes de la economía y la vida colectiva deben ocultar el hecho de que el mal nos ha privado para siempre de compartir el futuro con tantos.