La historia de la universidad es un constante ir y venir entre la vocación profesionalizadora y la voluntad de invocar la totalidad del saber. Y entre la autonomía de la institución y el control ejercido por los poderes fácticos. Ahora se plantea si la universidad ha de formar a los profesionales del futuro, cada vez más especializados, o si debe entregar a los jóvenes unas herramientas que les permitan encarar un futuro incierto, en el que deberán adaptarse a unos cambios que el presente no sabe calibrar. El Informe mundial de la educación superior, presentado en diciembre por la Global University Network for Innovation (GUNI), hace hincapié en este aspecto. Critica la «hiperespecialización enfocada al mercado laboral» y aboga por unos estudios holísticos, globales, que permitan la transdisciplinariedad, no solo como una alternativa óptima a la cerrazón conceptual, sino como una flexibilización imprescindible de la división actual del conocimiento para afrontar los retos del siglo XXI.

Algunas universidades han dado pasos para romper las fronteras entre ciencias, tecnología y humanidades, pero topan con el sistema burocrático español en el que la Administración tiene la última palabra, a diferencia de modelos como el anglosajón (en su mayoría, privado), en el cual el estudiante puede trazar un currículo propio que le da unas habilidades adaptadas a las variaciones que experimentará en su vida adulta, y lejos de la rigidez de los grados tradicionales. Es una polémica que está sobre la mesa y que marcará el futuro de la universidad española.