No, no estamos tan lejos. Al escuchar las últimas medidas de Donald Trump para perseguir inmigrantes, me resultó inevitable recordar la película La purga. Convertida en una saga de terror, transpira la peor versión de la condición humana. Una sociedad que autorizaba, una noche al año, la despiadada cacería de personas supuestamente fuera de la ley.

Que masas desinhibidas jaleen consignas racistas en sus actos como presidente causa vergüenza y una sensación de miedo prácticamente físico. Los caminos de la globalización son inescrutables y las malas prácticas devienen en pandemia. Un aire de familia recorre Europa y anida con fuerza en países como Italia. Acusar al débil y al que tiene otro color de piel es propio de mentes criminales. Un acto, en el fondo, de máxima cobardía. Por eso el delito de odio constituye una acertada conquista del derecho penal en nuestra civilización. Siempre se ha dicho que en el código penal se residencia el primer dique de defensa de las libertades. Pero cuando el odio lo proclama el propio poder político, la situación requiere una profunda reflexión y una imprescindible reacción en clave de desobediencia civil y democrática. Y esta es la buena noticia que conviene recordar como ejemplo de esa rebeldía optimista que no podemos abandonar en este mundo bipolar. Me refiero a las ciudades santuario. Hemos hablado de ellas en algún otro artículo y ahora merecen ser recordadas con mayor énfasis si cabe. Se conoce con este nombre a las ciudades norteamericanas que desafían abiertamente las provocaciones del presidente Trump.

ESTA VEZ, sus gobernantes y sus policías se están negando a colaborar con el departamento federal que lidera estas medidas antiinmigratorias. Una cosa es perseguir el crimen y la otra es sembrar el pánico entre las familias honradas que llegaron de todas partes. Porque esos son los Estados Unidos. Aunque Samuel Huntington redujera en su libro Quiénes somos la identidad norteamericana a los rasgos anglófonos, credo protestante y una determinada concepción de la vida y modelo unívoco de sociedad, la realidad es mucho más amplia, diversa e interesante.

En verdad, gente como Trump quizá no sean racistas. Su problema no son los colores, sino los bolsillos. Adela Cortina ha acuñado el concepto de aporofobia para matizar que, a quien realmente rechazamos no es al negro o al árabe o sudamericano, sino al pobre. Al sin recursos, al que nada podemos sacarle y nada puede ofrecer. No sentimos aversión por Michael Jordan, ni por Neymar ni por los petrodólares del jeque. Sentimos desconfianza por, si me lo permiten, el poca ropa y el don nadie.

Pero insistamos en la existencia de las ciudades santuario que, expuestas a sanciones y a la extorsión por parte del inquilino de la Casa Blanca, vuelven a conjurarse en defensa de los derechos humanos. Ese es el verdadero espíritu -o, al menos, una de las mejores versiones- del sueño americano. Y no solo hablamos de las capitales más europeizadas culturalmente como Boston o Filadelfia, sino de ciudades en todo el vasto territorio de costa a costa. Hoy la supervivencia de la civilización tal y como queremos concebirla pasa por esas urbes. Por la claridad de ideas y el coraje de sus gobernantes. Por su capacidad para sostener la verdadera antorcha de la libertad en este mundo que bascula entre el espanto y la esperanza.

*Doctor en Filosofía