Cuando el Tribunal Supremo (TS) comunique la sentencia contra los líderes políticos y sociales del procés, habrá terminado en Cataluña y España una etapa política repleta de tensión con un desenlace que todo hace indicar que será muy doloroso desde un punto de vista político y social y, por supuesto, también personal para los condenados. Los años de confrontación institucional entre la Generalitat catalana y otros organismos del Estado a cuenta de la celebración de un referéndum de autodeterminación --lo que vino a llamarse el choque de trenes-- dejan un balance muy negativo. En estos términos, la inminente sentencia del TS será la certificación del fracaso colectivo que ha supuesto la gestión del procés desde la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut hasta hoy.

Un fracaso del Gobierno central, con una especial mención a Mariano Rajoy, que en sus años en la Moncloa asistió impávido a lo que en su momento se llamó el suflé catalán y no planteó más que una respuesta penal a un problema que es político. Las imágenes de la Policía Nacional y la Guardia Civil cargando contra la ciudadanía el 1 de octubre del 2017 simbolizan el legado de Rajoy en este tema. Un fracaso también del independentismo, que construyó un espejismo político (un farol, en palabras de la exconsellera Clara Ponsatí) en el que creyeron (aún creen) millones de personas sin tener una mayoría social suficiente y vulnerando el marco constitucional y estatutario. La vía unilateral a la que el independentismo y sus líderes arrastraron a Cataluña supuso la suspensión de la autonomía, dañó la economía, ha puesto en riesgo la convivencia en el seno de la sociedad catalana y dio lugar a un proceso legal que culminará con la sentencia del TS.

Todo un país aguanta la respiración a la espera de la sentencia del TS, un hecho que de por sí ya es una anomalía que debería llevar a una profunda reflexión. La judicialización por la vía penal del procés ha dado a los jueces del alto tribunal un protagonismo que no les debería haber correspondido en un tema que debería haberse tratado por medios políticos. Es de prever que la sentencia guste a muy pocos, por exceso o por defecto, a causa de la polarización de la vida política en Cataluña y España, y más en el contexto de una campaña electoral de unas elecciones generales.

Hay convocadas protestas en Cataluña, que se anuncian masivas. El respeto a la división de poderes debe prevalecer, pero la protesta es legítima, y en una democracia no debería preocupar siempre y cuando no derive en desorden público.

El papel de las instituciones catalanas, en este sentido, será crucial. La crítica desde las instituciones no debe confundirse con el activismo político. En un ambiente que es de prever que estará preñado de emociones, las instituciones deben recordar que representan a todos los catalanes, independentistas y no, y que su proceder no debe poner en riesgo la que debería ser la prioridad tras la sentencia: preservar la convivencia y devolver el conflicto catalán a la esfera de la política.