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La figura de Federico García Lorca, 80 años después de su fusilamiento, se ha agrandado con el tiempo. Por su personalidad, por su condición de símbolo, pero, sobre todo, por el vigor creativo y la permanencia de quien seguramente es el mejor poeta español del siglo XX. Lorca bebió de la tradición popular y de las referencias cultas y supo aunar, en una obra diversa, el pálpito de la época, el ritmo de la modernidad y el pósito de lo clásico. Se le adscribe a la Generación del 27, pero su impronta se extiende más allá. Su poética se desliza entre pasiones humanas, y un deseo de interrogación que le llevó a las puertas del surrealismo. En su teatro se conjuga la contundencia de la tragedia con el más hiriente costumbrismo y con unas ansias de renovación estética que todavía hoy se perciben como contemporáneas. El poeta granadino posee el secreto de los clásicos: interroga continuamente a las nuevas generaciones.

La muerte de García Lorca fue uno de los episodios más terribles, y con más significado ideológico, de la guerra fratricida en España. Ochenta años después es el ejemplo más claro de la sinrazón y el odio que dominaron este país. Que aún no sepamos dónde se halla su cuerpo es, además, un relato de indignidad, silencio y despropósitos, impropio de una democracia que quiera recuperar su memoria.