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Dos semanas después de abierta la polémica sobre el burkini, el Consejo de Estado francés ha dictaminado que no procede vetar en los espacios públicos esta prenda de baño que usan algunas mujeres musulmanas. Se trata de una sensata decisión, que entronca directamente con los valores de libertad y tolerancia que han caracterizado siempre a Francia. El atroz terrorismo de raíz islámica que ha sufrido el país en los últimos tiempos ha dado pábulo a la islamofobia y ha acrecentado el temor al diferente en una parte no residual de la sociedad francesa. Así, las iniciativas municipales para prohibir el burkini encontraron la comprensión del primer ministro, Manuel Valls, cuyo Gobierno se ha dividido en torno a este asunto. Pero las imágenes de varios policías en la playa de Niza instando a una mujer musulmana a despojarse de parte de su vestimenta han sido grotescas y ofensivas. Pensar que el burkini es una exaltación intolerable de la religión musulmana y suponer que de ahí al islamismo radical hay un paso es una simplificación impropia de un país culto y democrático. Podrá parecer o no que la mujer que usa esa prenda está sometida a unas costumbres atávicas, pero prohibírselas en nombre de la seguridad es un exceso. Y una torpeza desde el punto de vista político.