Como el lector habrá podido sospechar el título de esta columna se debe al poeta Paul Valéry, quien en el año 1937 dijo, textualmente, aquellas proféticas palabras. El problema es que cuando llegue ese futuro ya será presente y, tal vez, no se parezca a lo que de él habíamos imaginado. Lo que sí está claro, en lo que concierne a nuestra realidad actual, es que tenemos un pasado que no esperábamos, y estamos a las puertas de un futuro que aguardamos con incertidumbre. Y lo que está clarísimo es que hablaremos de un antes del covid-19 y de un después, de eso no hay ninguna duda. El futuro es un territorio abierto y resulta imprevisible, tiene un carácter ingobernable, dicen algunos como Leonard Cohen, premio Príncipe de Asturias.

Lo que sí estamos de acuerdo es en el hecho de que el coronavirus ha sido una sorpresa y, como tal, inesperada. Pero ello no debe propiciar el desánimo ni el desencanto en la ciencia o en Dios. La ciencia contribuye al progreso, avanza pero no es omnisciente ni omnipotente, tiene sus limitaciones; la creencia religiosa camina por otros derroteros. Pero a ambas les une la esperanza, que es lo último que hay que perder. Y sin Esperanza -con mayúscula o sin ella- no hay progreso. Esta terrible pandemia pasará como uno de los grandes males de la humanidad y dejará bien clara la fragilidad y temporalidad humanas, pero también el espíritu de superación y resiliencia.

*Profesor