Hoy, que hay cambio de estación, también se ha mudado mi rutina. Días atrás estuve jugando con fuego y queriendo ser el Mesías. No sé si tengo algún correo electrónico en la bandeja de entrada de mi PC. Estoy internado, según dicen, por mi bien. Ahora que estoy menos atontado por la contención química, recuerdo vagamente el día en el que se inauguró mi secuestro social.

No se borran del disco duro de mi cabeza las escenas del recibimiento por parte de mis anfitriones sanitarios. La primera reminiscencia que me acecha dibuja un panorama desalentador. Inmovilizado por dos seguratas que me arrastran siguiendo las indicaciones de un celador que les señala el habitáculo donde tenían que liberarme. El sanitario me acomoda una pulsera indicativa en la muñeca, me da una bolsa plástica rotulada con el nombre en letras grandes del psiquiátrico para guardar mis pertenencias y un pijama dos tallas más grandes al mío, incluso en los periodos donde la medicación me hacía engordar. Se me apremia para que me desnude y me hacen saber que también me van a pesar, que no pierda el tiempo.

Ejecuto las órdenes sin dilación y presionado por las miradas de los vigilantes que aún están presentes. Al despojarme de mi ropa interior, sale a la luz mi bolsa de ileostomía para asombro de los demás. Aparte de estar casado con la bipolaridad estoy ostomizado. Soy uno de tantas y tantos a los que se les ha creado un orificio en el abdomen para dar salida a las heces que se recogen en una bolsa adaptada al cuerpo. Los agentes de seguridad al ver la prótesis cerca de mi ombligo cruzan su mirada y se dan la vuelta para reírse de manera nasal. Esta gente lo único de inteligente que tienen es su teléfono móvil. Pensé.

Me dio más coraje que el celador secundara la coña. De él no me lo esperaba, a pesar de que su aspecto sí puede despertar la mofa por sí solo. Es de esa categoría de personas que no está contenta con su edad y se corta el pelo imitando el peinado del futbolista de moda. Finalizado el proceso de admisión me indican con el dedo el número de habitación. Me di cuenta de que no tenía zapatillas. «¿Me dais los zapatos?» exclamé en voz alta. Un segurata le quitó los cordones y me los lanzo al vuelo.

Mi vecino de habitación es un chaval que aún no tiene edad para conducir. No para de pedirme un cigarro cada quince minutos a sabiendas de que ya hace tiempo que se prohíbe fumar en los hospitales psiquiátricos, situación que obliga a que casi la totalidad de los pacientes tengamos parches de nicotina pegados al cuerpo.

El frenopático está ubicado en una zona rural. Un descampado rodeado de cámaras y muros de cemento le sirve como envase de la locura. Un espacio donde los internos se pasean cuando les toca, se sientan en la hierba cuando pueden y alquilan voces cuando a su cerebro se le antoja. Lo único que deja ver el exterior son los espacios abiertos de la verja. La demarcación que acoge el centro de agudos salió un día en la televisión nacional. El comité organizador de la vuelta ciclista a España la escogió como meta volante de alta montaña. El alcalde mandó colocar una escultura dedicada al ciclismo para perpetuar la efeméride.

Después de un par de paseos rectos y uno en círculo, Carla, una enfermera de ojos claros y pelo gris azulado cardado, me informa con un tono de voz muy dulce que el psiquiatra de guardia quería hablar conmigo. Al abrir la puerta de su despacho, descubrí que era un viejo conocido, se trataba del doctor Lucas Rarodríguez. Nos tenemos mucho aprecio aunque no lo parezca cuando debatimos en público.

Me recibió afablemente y me hizo saber, descansando su brazo sobre mi hombro y permaneciendo los dos aún de pie, que me había echado de menos en el último congreso celebrado en la capital. A lo que yo repliqué con sorna: «no me extraña en absoluto, lo más interesante de la psiquiatría son los pacientes». Yo mismo o cualquiera de las personas que están internadas en este lugar, los que duermen en la calle, los reos mentales o simplemente aquellos invisibles que purgan en casa sus flaquezas.

Cambió de tema y sentándonos uno enfrente del otro, separados por una mesa blanca impoluta cuya simetría solo la afeaba un calendario de mesa con publicidad de Prozac 20 mg comprimidos dispersables, empezó a ponerse serio, al tiempo que me instruía acerca de la importancia de la medicación. Insistía en que consumiera los fármacos sin descanso en cuanto empezara a sentir cualquier atisbo de irascibilidad, o cuando mis familiares me advirtieran de cualquier cambio de humor que les hiciera sospechar.

Yo le devolvía su preocupación pidiéndole que empatizara con mi situación. Siempre que tomo los fármacos pierdo la chispa, mis ojos no se diferencian de los de un yonki, y apenas me ponía un chándal la gente pensaba que era un aparcacoches, le explicaba. «Ahora las medicinas para los problemas de salud mental no son como las del siglo pasado. Lo único que te puede ocurrir es que ganes algunos kilos. Nada de perder la chispa como tú dices. Seguirás teniendo ese piquito de oro». Concluyó, como queriendo subirme la autoestima con sus piropos.

Después de una pausa, Lucas retomó de nuevo el diálogo. Yo apenas participaba. Me limitaba a aprobar sus reflexiones con el uso de monosílabos. Me dijo que había dado órdenes para que me inyectaran una dosis neuroléptica de administración quincenal. El nuevo psicofármaco, me explica, permite dosificar los efectos de manera secuencial y retardada en el cerebro.

«¡No pongas esa cara! Ya verás como te sientes mejor» me dijo mientras se levantaba. Salimos del despacho juntos y con el mismo gesto con el que me recibió, pasándome su brazo por el hombro.

En la sala de espera me cercioré de la presencia de una visitadora médica. Sin haberme separado del médico, le solicité que su firma farmacéutica me invitara con todos los gastos pagados al congreso de Dubái. Lucas, un poco cortado, me apartó el brazo del hombro, mientras exclamaba con una sonrisa nerviosa: «Carlitos, Carlitos…».

Rarodríguez es del grupo de psiquiatras que no abusan de la farmacología. Prescriben lo justo. Está convencido de que la figura del enfermo que sufre un trastorno mental grave debe estar presente en la toma de decisiones. A pesar de su inteligente forma de entender la psiquiatría, no me resisto a vacilarlo en cuanto tengo ocasión. Sé que no le parece mal. Ya me conoce.

Me dirijo a mi habitación para coger una bolsa de íleo. Las lentejas de la comida han hecho mella en mi estomago. Al entrar en mi cuarto, me percato de que ya han dado de alta a mi compañero. Me lo imagino en un estanco comprando tabaco.

Ocupa su lugar un nuevo vecino llamado Pepe. Le faltan la mitad de los dientes lo que provoca huecos en sus mejillas, tenía la cabeza repleta de canas revueltas que hacían un salto en su frente para aterrizar en unas cejas muy pobladas. Estaba recostado sobre la cama en posición fetal. Nos presentamos como dos reclusos que comparten una celda. «¿Tú por qué estás aquí? ¿Qué has hecho?» me pregunta. «Uf, dicen que me dio un brote psicótico porque dejé de repente la medicación. Llegué a pensar que mi mujer e hijos no me querían, imaginaba que murmuraban a mis espaldas y envenenaban mi comida. Menuda paranoia. Me lo llegué a creer de verdad. Ahora estoy muy avergonzado, yo los adoro, son todo en mi vida, te lo juro». Le dije «y ¿tú?» Le pregunté. «Yo, bueno… no paraba de oír voces en mi interior que me amenazaban con que me iba a morir si no pasaba la noche en la iglesia. El sacerdote se acojonó y llamó a la guardia civil. ¡Maldito chivato! en cuanto salga de aquí pienso ir a la iglesia y cagarme en el confesionario. ¡No les puedo fallar, no les puedo fallar!», repetía. A Pepe le acaban de subir de la habitación del pánico, como a mí me gusta denominarla, un siniestro habitáculo de aislamiento, diseñado con inspiración nazi capaz de reducir los estímulos externos de sus ocupantes.

Van pasando los días, mañana se cumplirá una semana de mi internamiento. Exigí que nadie me visitara. Echo de menos a mi mujer y a mis hijos perono estoy preparado para recibirlos. El bochorno no se despega de mis pensamientos. La estúpida desconfianza que sufrí no le hizo caso a la razón y como siempre, metí la pata. Siempre que supero un brote psicótico, lo que más pánico me da es que mi mujer, mis hijos, la familia, me deje de querer por mis tropelías.

Estoy paseando a solas por el descampado al que llaman jardín. A lo lejos veo que el Rarodríguez me hace una mueca para que me acerque. Me comenta que ha firmado mi alta. «Por fin me habéis hecho caso», le dije. Lucas me dice que tiene una sorpresa. «Mira quién está ahí», dice señalando la puerta. Era mi mujer. Fui corriendo hacia ella y la abracé llorando, diciéndole al oído «perdóname, por favor». Mi mujer y yo abandonamos el hospital psiquiátrico.

*AFDEM