La parálisis, la zozobra o el miedo son características de este tiempo que vivimos peligrosamente. Un tiempo a la espera de una vacuna que nos libere de la angustia del contagio que amenaza nuestras vidas. En pocos meses, el escenario en el que discurría la existencia ha cambiado radicalmente, y los verbos resistir o sobrevivir a la epidemia han reemplazado a hacer planes de futuro o viajar para conocer el mundo. Si en la primera fase de la expansión del virus la esperanza de que todo pasase pronto estaba generalizada, ahora, cuando nos hallamos inmersos en una segunda oleada de infecciones, la tristeza colectiva es mucho mayor.

Todos los datos sitúan la evolución de España como la peor dentro de la Unión Europea. Días atrás, el ministro alemán de Sanidad, Jens Spahn , afirmaba que la pandemia del coronavirus «no está bajo control en España». A pesar de la buena formación de los titulados en medicina en las universidades españolas, hecho reconocido internacionalmente, y de su demostrado entusiasmo profesional, a raíz de los recortes de plantillas, la falta de medios y la escasa previsión en tiempos de los gobiernos de ideología ultraliberal se hizo frágil la bondad del sistema sanitario.

Pero los males no acaban en los asuntos de salud. Como consecuencia de la emergencia sanitaria, otra grave enfermedad social se extiende por Europa, aunque de manera distinta de unos países a otros. Se trata del crecimiento de la pobreza y la exclusión social, del aumento de las diferencias entre los acomodados y los humildes, entre los ricos y los pobres. Un crecimiento de las desigualdades que puede convertirse en insoportable.

El virus no distingue entre los que tienen más y los que no son tan afortunados, pero las condiciones de vida de los menos pudientes, sus empleos precarios o sus viviendas peor acondicionadas son las que determinan el desigual impacto de la enfermedad en unos y otros.

Unas diferencias que vienen de antes de la emergencia sanitaria, pero que esta ha convertido en dramáticas. Inadmisibles en una Europa a la que da sentido la solidaridad. En 2010, la Comisión Europea puso en marcha la Estrategia Europa 2020, cuyo objetivo de reducir en un decenio la pobreza y la exclusión en la Unión consistía, entre otros logros, en una tasa de empleo del 75% para la población con edades comprendidas entre los 20 y los 64 años y en que el riesgo de pobreza se redujese en veinte millones de ciudadanos. Tras la crisis financiera de 2008, según datos de Eurostat, en el periodo 2008-2013 el porcentaje de la población en riesgo de pobreza o de exclusión social, sin embargo, creció un poco en el conjunto de la Unión Europea de 23,8 a 24,5 mientras que en España aumentó en mayor medida, de 24,5 a 27,3. El año pasado, la Comisión de Bruselas llamó la atención sobre la elevada desigualdad y pobreza que tenía la sociedad española: a pesar de que en ese año el PIB nacional superó el previo a la crisis, las diferencias de ingresos se habían acentuado. El cociente entre las rentas del 20% de la población que más gana y el 20% que tiene inferiores salarios era superior a 6,5, mucho peor que la media europea, de 5. Una lacra social que con el tiempo va a peor.

Más allá de los datos estadísticos, lo que vemos a raíz de la pandemia son imágenes desoladoras. Por ejemplo, largas colas para recoger alimentos que ofrecen colectivos sociales, asociaciones vecinales u organizaciones religiosas. La caridad sustituye a la solidaridad que deben proporcionar los poderes públicos. Mal va una sociedad cuando la caridad debe cubrir carencias de primer orden, como es la comida. La pérdida del empleo conduce a esa situación límite a los más humildes, pues carecen de las reservas económicas que tienen los más acomodados para afrontar la crisis. Otro ejemplo, la aplicación de políticas para combatir la propagación de la epidemia que afectan sobre todo a los que menos tienen. Tal es el caso de las medidas que ha aplicado el gobierno de la Comunidad de Madrid para el aislamiento de determinadas zonas de la capital, por su mayor índice de contagio, que son precisamente las de menor renta, mayor densidad de población y un urbanismo con menos espacios dotacionales.

Siente uno vergüenza ajena al escuchar algunas voces que trasladan la culpa de la situación actual a ciertos colectivos sociales, a los que suelen pertenecer los más indefensos, achacándoles comportamientos impropios y actitudes irresponsables como una de las causas de los males actuales. A mí me recuerda aquello de la reina María Antonieta cuando, ante una protesta de mujeres en Versalles porque no tenían pan, les sugirió que comiesen pasteles. En realidad, no fue ella, sino que se trata de un hecho que relató Rousseau en su obra Confesiones , de 1769, y que atribuía a una «gran princesa», sin especificar quién era.

Aunque las circunstancias son afortunadamente muy distintas, hay rasgos de estos tiempos que recuerdan los años treinta en la República de Weimar donde muchos, en una situación de completo desamparo por la falta de empleos y la hiperinflación que les impedía la adquisición de los productos más básicos, se entregaron en brazos del nazismo y las soluciones totalitarias.

¡Por favor, dirigentes políticos actuales, acuérdense de Thomas Piketty ! En su extraordinario libro El capital en el siglo XXI propone interesantes medidas correctoras de las desigualdades en las sociedades occidentales, entre ellas, un impuesto progresivo sobre el capital. H

*Rector honorario de la Universitat Jaume I