La irrupción de Vox como una fuerza política decisiva en algunas comunidades y no solo como un movimiento populista, reaccionario y extraparlamentario trae consigo la elevación al rango de doctrina oficial --de una manera más o menos velada-- de lo que hasta hace un tiempo eran solo arengas, discursos encendidos y autobuses reivindicativos. Baste como ejemplo la censura parental, la posibilidad de que los padres puedan autorizar a sus hijos a no recibir determinadas charlas, relacionadas con lo que la extrema derecha llama «ideología de género». Es un mecanismo contrario a las reglas educativas y los derechos del niño reconocidos a nivel internacional.

Este control previo de los padres atenta contra un pilar básico de la enseñanza: la autonomía de cátedra y el concepto del aula como un espacio de libertad y diálogo, único y compartido, en la que el conocimiento llega a todos por igual. Que los padres puedan establecer fronteras de sesgo ideológico o a partir de su moral íntima en las asignaturas y las actividades del currículo escolar no solo agrede a niños y niñas en sus derechos educativos, sino que introduce una peligrosa deriva que puede conducir a la emergencia de grietas y confrontaciones entre el alumnado y con el propio profesorado del centro.

En Murcia ya se aplica y en Andalucía forma parte de las exigencias de Vox para aprobar los presupuestos para este año. Es decir: ya no se trata de una algarada de los ultras católicos, sino de un programa de gobierno. Para luchar contra la violencia machista y a favor de los colectivos discriminados, la educación es una herramienta imprescindible, y es en la escuela donde se forjan los principios de respeto, tolerancia, convivencia y democracia.

Este es el fondo de la cuestión. Que unos padres quieran educar de acuerdo con su «ideología» forma parte de su íntima responsabilidad. Que pretendan inmiscuirse en un centro público o concertado, que exijan implantar la renuncia en una clase, es intolerable en una sociedad abierta como la que tenemos.