Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau se sientan hoy en el banquillo de los acusados por su participación en la organización de la consulta del 9-N, en el 2014, a pesar de haber recibido la notificación del Tribunal Constitucional advirtiéndoles de su prohibición. Lo hacen en su condición de expresidente y exconsejeras de la Generalitat. La fiscalía les acusa de los delitos de desobediencia, prevaricación y usurpación de funciones. Todos ellos, cargos penados con su inhabilitación. Este juicio no debería haber llegado a celebrarse nunca. En primer lugar, porque los acusados sabían perfectamente lo que estaban haciendo: violentar el Estado de derecho para resolver un asunto político. Astucia le llamó Mas unos días antes del 9-N El tribunal determinará si hicieron lo primero pero está claro que no lograron lo segundo. El conflicto político sigue aquí y tanto la celebración del 9-N como la subsiguiente actuación de la mayoría independentista en el Parlament no han logrado superarlo. Como tampoco lo ha hecho la falta de respuesta política desde las instituciones del Estado a lo que acontecía en Cataluña. Con lo cual, la imperativa respuesta judicial lleva sobre sus espaldas el estigma de aparecer como actuación discrecional y arbitraria dado que los fiscales del TSJC, por unanimidad, no apreciaron delito.

La celebración del juicio oral durante esta semana y las movilizaciones en la calle en solidaridad con los encausados llegan en un momento de máxima tensión política. Puigdemont acaba de poner la directa en la convocatoria de un presunto referéndum sobre la independencia avalado únicamente por la mayoría que le apoya. Una nueva salida hacia ninguna parte que volverá a violentar de una manera aún más severa el ordenamiento jurídico y que tampoco va a solucionar el malestar en Cataluña sino todo lo contrario. Mientras, el Gobierno ya ha advertido que utilizará todos los mecanismos a su alcance, incluida la suspensión de la autonomía, para evitar ese referéndum.

No será fácil en este clima que los magistrados puedan hacer su trabajo con sosiego. La solidaridad con los encausados debe tener el límite del respeto a la independencia de las actuaciones judiciales. Igual como la defensa del Estado de derecho exige un respeto pulcro en el fondo y en las formas del poder ejecutivo hacia la justicia.