Se cumplen cinco años de la famosa confesión de Jordi Pujol sobre el origen de unos fondos escondidos en la banca andorrana por su familia durante casi 40 años, 23 de los cuales él ocupó la presidencia de la Generalitat de Cataluña. Según explicó, en 1980, su padre, Florenci Pujol, legó unos fondos depositados en Andorra, y opacos a la hacienda española, a su esposa y a sus hijos, en desacuerdo por su dedicación a la política y en previsión de que esta actividad le llevara a la ruina económica. Pocos han dando crédito a esta estrambótica historia, empezando por la propia hermana de Pujol, ajena a esta supuesta voluntad testamentaria del padre. Pero, con el paso del tiempo, la presunta confesión de Pujol ha tenido dos consecuencias. Por un lado, queda claro que aquella fue una maniobra dentro de la estrategia de defensa de la familia Pujol por las diversas investigaciones judiciales que tratan de dirimir el montante y el origen de los fondos que afloraron desde Andorra en la última regularización fiscal.

La fiscalía ha conseguido, hasta ahora, pruebas que ayudan a demostrar que la cuantía del dinero oculto que se descubrió en el 2014 no se corresponde al legado y que, en consecuencia, las cuentas de la familia fueron nutridas de otras fuentes. Lo que no se ha conseguido es demostrar que ese dinero pudiera proceder de las comisiones que algunos hijos de Pujol cobraron de contratistas y adjudicatarios de los gobiernos de su padre.

Por otro lado, la confesión del patriarca Pujol pretendía salvar su legado político. Y aquí los resultados son peores. Fue despojado de todos sus honores como expresident y repudiado por su propio partido, al menos cara a la galería, que avanza hacia su tercera refundación desde la confesión. Y en ese tsunami nadie se atreve a reivindicar su política de moderación y de lealtad institucional que ha quedado mancillada por la corrupción.