La proliferación de gobernantes atípicos, ególatras y arbitrarios confiere a la estabilidad internacional un plus de vulnerabilidad desconocido hasta la fecha. El populismo de extrema derecha, encabezado por Donald Trump, secundado por Jair Bolsonaro y jaleado en Europa por perfiles tan poco convencionales como los de Boris Johnson, Viktor Orbán, Matteo Salvini y algún otro, tiene su contrapunto en el narcisismo irrefrenable del norcoreano Kim Jong-un, depositario de la herencia estalinista guarecida bajo el paraguas protector de China. En todos ellos alienta el propósito de romper el statu quo, de simplificar los problemas para captar a la opinión pública con soluciones fáciles, pero a menudo irrealizables, para afrontar desafíos de gran complejidad. Aliñado todo con un difuso compromiso social y un nacionalismo vociferante que enturbia el debate político, convertido en una sucesión de eslóganes agresivos.

El manejo de las redes sociales, el recurso a la intoxicación informativa --fake news-- y los gestos desafiantes transmitidos en directo facilitan la labor de estos líderes, peligrosos porque escapan a todo examen: son imprevisibles por naturaleza y, al menos aparentemente, desprecian el cálculo de riesgos que entrañan sus políticas. Más que nunca es indispensable perseverar en la pedagogía democrática para salvaguardar las sociedades abiertas y hacer frente a las nuevas-viejas formas de sectarismo que las amenazan desde dentro y desde fuera.