Terribles agresiones en grupo como el de las pasadas Navidades en Colonia, escenas como las que se sucedieron en los Sanfermines, la agresión a una menor en la Mercè o la denuncia presentada por la concejal de la CUP Maria Rovira, son algunos de los ejemplos recientes --y conocidos-- del machismo que no cesa, una actitud que sigue imperando en nuestra sociedad y que se basa no solo en la falta de respeto por la libertad del otro (de la otra, para ser exactos), en intervenciones grupales y anónimas o en posturas cada vez más violentas, sino también en una consideración moralmente repugnable: la pretendida superioridad del hombre sobre una mujer que o bien es pasiva y vulnerable o bien --para vergüenza de quien así opina-- incita, ella misma, a la violencia sexual.

La violación no es fruto del trastorno mental ni se refiere solamente a lo tipificado en el Código Penal. Como advierte la ensayista Rebecca Solnit en el reportaje que publica este diario, «las raíces del odio y la violencia contra la mujer están en la cultura en su conjunto». Están en cada uno de los actos, conscientes o no, en los que se refleja el dominio del patriarcado y el desprecio por la dignidad de la mujer en el día a día. No solo deben castigarse y evitarse las agresiones, los abusos o los homicidios de género sino que, a partir de la educación, entendiendo el feminismo como un humanismo, es urgente luchar por una sociedad en la que desaparezca cualquier ofensa o discriminación sistemática.