Un año más celebramos la Navidad. Fijemos nuestra mirada en el gran misterio que celebramos: Jesús, el niño que nace en Belén, es Dios mismo quien se encarna y se hace un hombre como nosotros para abrirnos el camino hacia la comunión plena con Él, hacia la salvación. Este es el núcleo de la Navidad, lo que los cristianos celebramos antes de todo en la Navidad; este es el motivo de nuestra alegría navideña y de nuestros gestos y buenos deseos en estos días. Lo recuerdo de nuevo, aunque a muchos les pudiera parecer innecesario, por obvio; pero muchos lo olvidan o lo ocultan.

Estamos tan acostumbrados a decir que «el Hijo de Dios se hizo hombre» que ya casi no nos asombra la grandeza de este acontecimiento. Y en estos días, estamos tan centrados en otras cosas, que olvidamos el corazón de la gran novedad y noticia de la Navidad: ha acontecido y acontece algo impensable para la mente humana, algo que sólo Dios puede obrar y en lo que sólo podemos entrar con la fe. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. Es de vital importancia recuperar el asombro ante este misterio y dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, creador de todo, entró en el tiempo del hombre para comunicarnos su vida. Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

Navidad es además donación y regalo de Dios. En aquella noche santa, Dios, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad.

Finalmente, la Navidad nos muestra el realismo del amor divino. Dios no se limita a las palabras, sino que se sumerge en nuestra historia, asume sobre sí el peso de la vida humana y carga con nuestras dolencias y pecados.

*Obispo de Segorbe-Castellón