Eso que me dice que tengo, tiene algo que ver con que no soy capaz de entender los chistes la primera vez que me los cuentan?» Fue la pregunta que le hice al psiquiatra cuando me dijo que padecía un trastorno del humor.

Mi comportamiento infantil no era más que un escudo para ocultar la baja autoestima que, a buen seguro, iba a aparecer de manera intermitente lo que me restaba de vida. El galeno no me había diagnosticado. No hizo otra cosa que etiquetarme.

Había escogido el humor para resignarme, el sarcasmo para lograr la aprobación de los demás. Configuré un modelo de autoengaño que, deseaba, fuera capaz de cortar el cordón umbilical del qué dirán.

Dediqué mis esfuerzos a planear una fórmula de inclusión a la que llamaría parabrisas: estos no detienen la lluvia, pero nos permiten seguir. Una analogía perfecta para enfrentarme a los prejuicios evitando mi irascibilidad. Dentro de la salud mental hay poco sentido del humor y mucho de tragedia. Basta con leer cualquier prospecto de un medicamento o teclear salud mental en Google. Son muchos los congresos que tocan el estigma. La mayoría son interesantes y se aprende algo, pero echo en falta optimismo tapizado de humor inteligente.

Uno de esos actos me llamó la atención. Solo pude asistir como público por lo de siempre, no pertenezco a ninguna asociación y me empeño en hablar por mí mismo. Aunque tuve la suerte de participar en los ruegos y preguntas. La mesa de ponentes la formaban los gerentes de diferentes entidades dedicadas a la salud mental. El anfitrión es el gerente de una institución interautonómica. En su exposición apenas se notaba que llevaba poco tiempo en la salud mental. Fue fichado de una empresa de marmolería.

En la diapositiva número 39 no pude evitar mi primer bostezo. Una sensación de desidia me invitaba a irme. Preferí esperar atendiendo con un ojo medio abierto. La ponencia concluyó y el aforo aplaudió, ignoro si por la exposición o porque hubiera acabado. El gerente federal dio la palabra a los asistentes, y no dudé. Me presento para seguir el protocolo, añadiendo que no pertenezco a ninguna asociación. «Soy un afectado y como ustedes son gerentes igual no procede».

«¡Cómo va a importar, ya te conocemos todos Carlos! ¡Pregunta, pregunta!» exclamó.

«Quería hacer una reflexión: ¿si no toleráis ciertas cosas, por qué las fomentáis?».

«¿A qué te refieres? No te entiendo», dijo.

«De ordinario recibís de las farmacéuticas ayudas económicas para elaborar proyectos, destacando aquellos que apuestan por cambiar la visión que tiene la sociedad sobre la salud mental. ¿Es así verdad?» argumenté.

«Más o menos, no es tan fácil pero sí. Hacemos hincapié en la concienciación» indicó.

«¿No os habéis planteado cambiar la fotogenia de los afectados que ilustran vuestras campañas? La estética que difundís sobre la salud mental deja mucho que desear. Es como si expropiaseis mi identidad. No estoy de acuerdo con las fotos que escogéis de mis iguales, con los titulares que tapizan las portadas de vuestras revistas», manifesté.

Una réplica débil fue reforzada por otro ponente, que alegó que, dada la dispersión geográfica de las asociaciones federadas, tenían que buscar una imagen parecida. Esto me dejó más confundido.

Por no generalizar y ser injusto, creo que algunos psiquiatras, y no pocos gestores de asociaciones, se han convertido en pastores de las casas farmacéuticas para controlar el rebaño de afectados. La salud mental solo cambiará si cambia la sociedad. De seguir así, perderá su vocación comunitaria. Menos power point y más amplitud de miras.

*AFDEM