Hay una evidencia trágica. Una gran cantidad de fallecimientos a causa del covid-19 se han producido estos meses en geriátricos y residencias de todo el país que, sin pretenderlo, se han convertido en protagonistas involuntarios de la pandemia. En Castellón, por ejemplo, se calcula que han sido prácticamente la mitad de las muertes y, en España, aunque las cifras no son oficiales hablamos de más de 27.000 personas. La Fiscalía ha abierto más de 200 investigaciones en torno a estos centros para mayores. La situación en las residencias ha generado también un fuerte debate político, con cambios en la gestión de la crisis, en Madrid y en Catalunya, y con una leve asunción de responsabilidades. Ha habido desprotección, falta de recursos y de material de protección, de conocimiento estricto sobre la evolución de la pandemia y de los preceptivos aislamientos. Y también, en el aspecto ético, la tristeza enorme de la muerte en soledad, tanto para quienes la sufrieron como para los familiares que se encontraron inermes ante la desgracia. Pero también ha habido, y es justo reconocerlo, muchas actuaciones ejemplares: trabajadores que se aislaron solidariamente con los mayores para intentar evitar al máximo los peligros. Y en Castellón hay varios ejemplos.

Los ancianos --el grupo de riesgo más evidente-- han sido el sector social más perjudicado por la pandemia. Y aun ahora, las nuevas restricciones de salidas o entradas de las residencias en los territorios afectados por rebrotes rememoran los días aciagos que vivimos.

Además, se producen efectos colaterales. La lista de espera de la dependencia en España se acerca a las 400.000 personas y solo se ha reducido por los casi 30.000 dependientes que han muerto sin recibir la prestación o el servicio que les correspondía por derecho o, incluso, sin haber sido valorados. Lo dice la Asociación de Directoras y Gerentes en Servicios Sociales, que demuestra con datos que casi todos los indicadores del sistema siguen cayendo estrepitosamente y registran valores muy inferiores a los de inicio de año». Si añadimos que residencias que tienen camas libres no pueden atender a los solicitantes por la situación excepcional y que, por otra parte, también se han cerrado los centros de día, asistimos a muchas situaciones límite.

Sin la ayuda profesional que ofrecen estos lugares, el cuidado de las personas dependientes recae íntegramente en sus familiares, aumentando la carga de estrés físico y emocional que deben soportar en unas circunstancias ya de por sí delicadas. La sensación de desamparo no solo se da entre las personas mayores, sino también en las que padecen discapacidad intelectual o con enfermedades como el alzhéimer, faltas de la atención necesaria o sin poder acceder a prestaciones que mejorarían su calidad de vida y también la de los cuidadores, generalmente mujeres. La crisis sanitaria ha dejado al descubierto las carencias del sistema de dependencia, y estas se agravarán a menos que se actúe con máxima rapidez. Aprender de la trágica lección de estos últimos meses es también acelerar en la medida de lo posible los mecanismos para solucionar esta problemática. Con más dotaciones --coyunturales y estructurales-- y con un acento muy especial en la población más frágil, más desprotegida.