No es un mundo para viejos, pero tampoco para niños. No nos dejemos engañar por el fantasma de la sobreprotección infantil de las sociedades opulentas y supuestamente desarrolladas. O por esos padres que envuelven a sus hijos en celofán, convencidos de que así podrán ser lo que ellos no pudieron o supieron ser.

No. Los niños no son un tesoro. No lo son porque los padres nos los arrojamos cuando las cosas no funcionan. No lo son porque se les convierte en arma para lastimar al otro. No lo son porque hay padres que los matan solo para dañar a la madre.

Cuando hay violencia machista, las víctimas son las mujeres y los niños. Cuando hay un bombardeo en Idlib (Siria), los más perjudicados son los civiles y los niños. Lo mismo ocurre con la hambruna en Yemen o con la pobreza infantil en Europa.

Cuando la arterioesclerótica Unión Europea decide hacerse la sueca con el Open Arms, parece olvidar que el buque de la oenegé que Salvini quiere ilegalizar lleva a bordo a 30 menores, casi todos no acompañados, y varias embarazadas.

Cuando hablamos de los menas y los asociamos al -indiscutible- problema de seguridad, nos olvidamos de lo que quiere decir el acrónimo: menores no acompañados. Son niños antes que inmigrantes, como recordó Save the Children.

Probablemente solo hay un papel más mojado que la Declaración de los Derechos Humanos, y es la Convención de los Derechos del Niño. Nos llenamos la boca con ellos, pero nada más. Quizá no ocurra como en ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976), y no suframos la venganza de los menores. Pero la pregunta que plantea el título de la película tiene una desoladora respuesta: mucha gente.

*Periodista