Hay preocupación por el incremento de contagios de covid-19 detectado entre adolescentes y jóvenes de entre 15 y 29 años, un hecho que los responsables imputan a su forma de socializarse. Es decir, a que andan en grupo, se tocan más y se relajan más en el triunvirato de medidas de prevención: la distancia social, el lavado de manos y la mascarilla. No faltan entre los policías de balcón vocacionales (hoy, agentes de la distancia social) quien carga contra la irresponsabilidad de los más jóvenes, y los acusan de todos los males: de que causarán otro rebrote, de querer matar a sus abuelos, de ser egoístas y malcriados, de mirarse tan solo su ombligo. La versión covid del clásico «antes, cuando yo era joven, esto no pasaba».

El mensaje de que es responsabilidad de todos que no se dé una segunda ola del virus tiene un reverso oscuro: si la hay, será por la irresponsabilidad de unos cuantos que no cumplen las normas, como si el virus no hubiese acreditado una enorme capacidad de transmisión. Si el virus se desboca en EEUU o Brasil, por poner un ejemplo, no es porque los adolescentes se abracen y usen la mascarilla para cubrirse el mentón.

A los adolescentes se les ha quitado tres meses de clases y amigos. Como a todos, es cierto, pero la diferencia es que, igual que con los niños, no se ha hecho el más mínimo esfuerzo para implicarlos en la decisión. Les cayó encima como una imposición del mundo de los adultos contra la que no cabe expresar dudas o pensamiento crítico, so pena de ser tachados de irresponsables. Ya se sabe cómo actúa un adolescente ante lo que percibe como una imposición: se pone la mascarilla por montera.

El discurso que presenta la lucha contra la pandemia como una guerra es problemático. Planteado así, y no como una tarea coral, en comunidad y horizontal, a nadie debería extrañarle que surjan objetores de conciencia.

*Periodista