El mes pasado celebramos el cuarenta aniversario de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. Fueron las elecciones sobre las que se asentó un proceso constituyente, sostenido en la concordia como suelo común del acuerdo y del desacuerdo; el momento en el que nuestros partidos comprendieron que la coexistencia tenía un valor superior al de su propia ideología; una verdadera opción moral y pragmática en la que todos cedieron parte de sus intereses para llegar a un fin común.

Sin embargo, ese fin común parece tener mal futuro, porque se ha aceptado como algo normal que, desde una parte de ese fin común, se ponga en solfa a diario su propia existencia, basándose para ello en delirios irracionales trufados de afectos y desafectos infantiles.

Se ha llegado a crear la ficción de que el secesionismo es un movimiento reactivo debido al inmovilismo de una democracia deficiente. Es la línea argumental favorita que mantiene el PSOE. Y de ello se extrae como consecuencia la reforma constitucional, para construir una España federal asimétrica y plurinacional.

Entre los que aceptan ese supuesto inmovilismo se ha extendido un cierto furor hiperactivo que entremezcla ideas con ocurrencias variopintas. Los hay que incluso abogan por la celebración de una votación en todo el territorio nacional con múltiples opciones abiertas que «desactivarían el rupturismo independentista» […]. Un whisful thinking en toda regla.

No importa que los pretendidos beneficiarios de estas reformas hayan dicho con claridad que no es eso lo que buscan.

LOS SOCIALISTAS, al actuar de esa forma, patrocinando a veces o disculpando casi siempre el quebrantamiento de las reglas del juego, hacen imposible cualquier tipo de deliberación. Es como si hacer cumplir la ley en Cataluña fuera la anécdota y no la categoría.

Las iniciativas de Pedro Sánchez responden a la incapacidad socialista para abordar críticamente su relación con el nacionalismo, con el que ha decidido establecer un vínculo de nulo provecho para el socialismo y para el conjunto de España.

La idea de que un acuerdo como la Constitución del 78, que hace posible la convivencia de personas que discrepan, sea un fracaso social y no un éxito histórico, reclama algún tipo de justificación.

La sustitución de las personas por los territorios como categoría de análisis, también; aunque solamente sea porque la izquierda no ha pensado así nunca en la historia. ¿Desde cuándo el internacionalismo socialista se diferencia territorialmente por adscripciones identitarias cerradas?

Si la respuesta es la tentación populista y separatista, la pregunta debería ser si estamos dispuestos a desprendernos del valor y de la utilidad de la democracia representativa, la cual, en términos de igualdad, prosperidad y libertad, soporta cualquier comparación tanto en su funcionamiento práctico como en sus fundamentos morales y de carácter ideológico.

El resto no son más que eslóganes vacíos y sin contenido que caben en los 140 caracteres que permite un tuit.

*Vicepresidente de la Diputación de Castellón y diputado de Cultura