La erosión que ha sufrido la imagen de Barcelona en las noches de pesadilla que ha vivido la ciudad por los disturbios desde el pasado lunes es intolerable e indefendible. Con ser cuantiosos los daños materiales sufridos por la capital, unos dos millones de euros hasta la fecha, y los daños emocionales de una comunidad sometida a toda clase de riesgos, son aún mayores los que puede arrostrar la proyección exterior durante los próximos meses y, por extensión, los que pueden lastrar a toda Cataluña. El éxito de Barcelona como marca, hasta ahora incontestable, es incompatible con los episodios de guerrilla urbana de las últimas noches.

Basta atenerse a las primeras impresiones del sector turístico para calibrar el daño que se ha hecho a la ciudad, tan grave quizá como la marcha de sedes sociales de empresas que siguió a la declaración unilateral de independencia; tan preocupante como el coste que han tenido para el sector turístico los acontecimientos más relevantes del procés y que ahora parece inevitable que se repitan en el corto plazo. Si una ciudad como París, referencia mundial del turismo, vio dañadas sus expectativas a raíz de la ola de atentados y después a causa de la crisis de los chalecos amarillos, Barcelona es difícil que pueda soslayar los perjuicios inmediatos de las algaradas difundidas por la televisión a todo el mundo.

Como ha dicho Ada Colau, la ciudad no se merece lo que está sucediendo y su cohesión social y económica tampoco. Todas las comunidades son importantes, pero Barcelona es un factor esencial en el papel que desempeña Cataluña en todas partes. El Govern no parece haber entendido esto o ha preferido soslayarlo a tenor de la apatía y parsimonia exhibidas para salir en defensa de la ciudad y condenar sin reservas los episodios vividos desde la noche del lunes. No es exagerado decir que sin el vigor de Barcelona o con este devaluado, se devalúa el de Cataluña; tampoco lo es considerar un valor absoluto el peso económico de la ciudad y su entorno.

Basta remitirse a los hechos para concluir que añadir daños a un tejido social y económico ya perjudicado obligará a poner a prueba la capacidad de resistencia de la marca Barcelona. Resulta poco menos que asombroso que a pesar de la crisis política y la falta de liderazgo del Govern la ciudad haya conservado acontecimientos de proyección universal como el Mobile World Congress y se hayan limitado los efectos de la fuga de empresas. Pero la preocupación manifestada por entidades como Foment, el Cercle d’Economia, Pimec y los sindicatos, en diferentes términos en cada caso, induce a pensar que no se puede seguir tensando la cuerda. El prestigio de una ciudad es producto de años de una larga y compleja historia de gestión de los recursos, publicitación del patrimonio y construcción de un clima social acogedor y distendido. Perder todos estos ingredientes distintivos requiere muchísimo menos tiempo, por eso es preciso que todas las administraciones sean cómplices en la preservación de la marca Barcelona. El primer paso es condenar sin reservas la intolerable violencia.