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Los casos de jóvenes que este año han dedicado sus vacaciones a prestar ayuda en los campos de refugiados que se extienden por Grecia son un buen ejemplo de que, por más que el individualismo sea una de las características de nuestro tiempo, la capacidad de empatía y de solidaridad sigue siendo inherente a la condición humana. Esta generosa respuesta de ciudadanos europeos al drama de los refugiados es un espejo moral en el que deberían mirarse unas élites políticas que han fracasado clamorosamente a la hora de (no) afrontar una situación espantosa, impensable hace pocos años. La inanidad de Europa es tan lacerante que agiganta la modesta contribución personal de estos jóvenes, que vehiculan su ayuda a través de las numerosas oenegés constituidas para aliviar las penalidades de los refugiados. Quienes generalizan y afirman que lo que caracteriza hoy a la mayoría de jóvenes es el consumismo deberían tomar buena nota de estas expediciones solidarias a Grecia. Como ya se demostró, por ejemplo, en el 2002 con los miles de voluntarios contra la marea negra del Prestige en Galicia, las nuevas generaciones tienen un notable sentido del altruismo. Son no solo un ejemplo, sino la esperanza de que Europa vuelva a la senda de la defensa de los valores que siempre la habían caracterizado.