Jorge Molina tiene 64 años y ha formado a centenares de médicos en la Universidad de Málaga. Da clases de obstetricia y ginecología y ha gozado de una magnífica reputación. Pero nada de eso le sirvió durante 35 años para otra cosa que no fuera encadenar contratos temporales; uno tras otro. Hasta que en el 2017 alguien decidió no renovarle, él presentó denuncia y ahora el Supremo acaba de darle la razón. Ha conseguido que le readmitan, aunque todavía desconoce en qué categoría.

«Quiero que alguien me diga lo que soy» es su nueva reivindicación. El caso reaviva el debate sobre cómo poner coto a los abusos con la figura del profesor asociado; y puede servir a otros para mejorar sus condiciones laborales.

Lamentablemente, su historia no es ninguna rareza sino una práctica común en educación y en otros ámbitos.

Ahora que el comienzo de este rarísimo curso amenaza con convertir a esos maestros en una especie de chicos-para-todo con funciones de enfermería, limpieza..., no estaría de más recordar la importancia de su verdadera tarea: transmitir conocimientos, inculcar valores y conseguir que la civilidad se propague entre sus alumnos a mayor velocidad que el covid.

España seguirá atascada en su progreso y sumergida en esa charca secular de mala leche que nos caracteriza mientras la reputación de sus maestros no cotice al alza. Treinta años siendo incapaces de alumbrar un Estatuto del Docente y 40 cambiando leyes educativas (Loece, Lode, Logse, Lopeg, Loe, Lomce... ahora se está cociendo la Lomloe) nos pone una nota irrefutable como país: suspenso total. H

*Periodista