La arrogancia humana nos lleva a pensar que vivimos en una suerte de plenitud de los tiempos, de situación histórica de llegada, como si todo lo que ha pasado en la historia fuera encaminado a llevarnos al tiempo presente. No es cierto, de hecho nunca ha sido cierto, la historia se construye día a día.

Nos cuesta creer que vuelvan a arraigar entre nosotros movimientos sociopolíticos que nos recuerdan lo peor de nuestro pasado.

Pero la demagogia tiene una abultada clientela y más que las ideas, hay público que quiere escuchar que van a ser felices sin demasiado esfuerzo. Y que las cosas malas que les suceden, no son por su mala cabeza, sino por los banqueros, los comunistas, los curas, los militares, los inmigrantes, el G-8, los políticos en general o los chinos en particular.

Es el discurso de Le Pen en Francia, de Tsipras en Grecia, de los neonazis en Alemania o ya en casa, de Podemos.

Lo de menos es si la posición política es de extrema derecha o de extrema izquierda; lo importante es que sea de extremo odio.

Lo preocupante no es que Trump sea el presidente de EEUU, sino este discurso demagógico e infantil de soluciones fáciles a problemas complejos, que tiene aspecto de haber venido para quedarse una buena temporada entre nosotros.

Lo preocupante en todo Occidente no es Trump, sino el discurso victimista de soluciones fantásticas amasado con demagogia.

Son tiempos de tuits cortos y escasa reflexión, suficientes para una perfecta y estudiada estrategia de manipulación de la frustración. Es el voto como venganza. Si te falla el médico, búscate un curandero.

En la República de Weimar, en crisis económica y social, el nazismo encontró el caldo de cultivo que explica la sustitución de la democracia por el totalitarismo. Los oradores nazis, con aguda demagogia, alimentaron y dirigieron los resentimientos del pueblo alemán. Acusaban a la República de estar corrompida, a las naciones extranjeras de esclavizarlas, a los especuladores de prosperar a expensas de la clase obrera. Los partidos y los políticos existentes estaban todos teñidos «del sistema» y Alemania debía poner sus miras en nuevos hombres para recobrar su lugar bajo el sol.

Oír hablar a Trump o a Iglesias de los «poderosos» --establishment-- frente a la «gente» --the people--, no es más que una vieja estrategia totalitaria utilizada indistintamente tanto por el comunismo como por el fascismo, reconvertidos ahora en populismos de Iphone y Ipad.

La política del odio, de la desesperanza y del antielitismo de Trump tiene su equivalente en Europa tanto en la extrema derecha, como en la extrema izquierda de Podemos en España, o de Syriza en Grecia. Trump es, simplemente, uno más de esa misma ola de ventajistas vendedores de crecepelo que hacen del hastío social una oportunidad para asaltar el poder. H

*Vicepresidente de la Diputación Provincial de Castellón