Por primera vez en la historia de Estados Unidos, un presidente que aspira a la reelección, Donald Trump, debe afrontar un procedimiento de impeachment. Ni Andrew Johnson (1868) ni Bill Clinton (1999), que le precedieron en el mismo trance, se encontraron en esta situación y Richard Nixon (1974) prefirió dimitir antes de que su caso pasara por el tamiz del Senado. Significa que por primera vez, y en un clima de gran división de la opinión pública, será posible sopesar hasta qué punto el procesamiento político del presidente conlleva perjuicios insalvables para el interesado.

Hasta la fecha, Trump ha actuado en primera línea para combatir a quienes han promovido la investigación en la Cámara de Representantes, una actitud muy diferente a la de Nixon, con quien se le compara, que se parapetó detrás de sus colaboradores más inmediatos. Pero esta exposición pública ha degradado muy poco un índice de aceptación -el 43%, según la última encuesta-, que ni siquiera al instalarse en la Casa Blanca superó el 50%. Acaso estos siete puntos de diferencia confirman la condición de Trump de ser un presidente muy popular y muy impopular al mismo tiempo, incapaz de ganar cuota de mercado electoral, pero en situación de retener sin dificultad el grueso de votantes que lo llevaron a la presidencia.

Es este un dato relevante porque Nixon inició el segundo mandato (enero de 1973) con una popularidad del 70%, que al dimitir (agosto de 1974) había caído más de 40 puntos. Es cierto que el Watergate adquirió una notoriedad que el Ucraniagate no ha logrado, y que las pulsiones de la opinión pública eran entonces muy diferentes, pero quizá sea Trump el primer presidente que, persuadido de que el impeachment no prosperará, puede utilizar el episodio para asegurarse la fidelidad de la mayoría de quienes le votaron en el 2016, convencidos estos de que es víctima de una suerte de persecución que empezó al inicio de su mandato. Porque Trump carece de la astucia política de Nixon, pero maneja muy bien las emociones.