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El oro negro, un combustible barato y eficiente, permitió el fulgurante desarrollo del mundo en el siglo XX y dio a su impulsor EEUU poder y riqueza. Sus grandes empresas, lo que se llama coloquialmente Big Oil , es considerado el poder fáctico más importante de Norteamérica hasta el punto que su voluntad y la del Gobierno americano tienden a confundirse (de poco sirvió al Congreso en 1911 dividir la Standard OIL de Rockefeller Big Oil y poder americano son sinónimos. El petróleo circula hoy por todas las venas de las economías del mundo, y no solo como energía sino también como petroquímica: plásticos, pinturas, textiles, medicinas, fertilizantes que llenan nuestra vida diaria. Muchos países crearon sus propias petroleras (España, por ejemplo, Campsa, antecedente de Repsol, en 1927) para no conceder un instrumento tan vital a un poder foráneo.

En el siglo veinte el petróleo y su control han dictado la política exterior de EEUU, sobre todo en Oriente Medio o América Latina y esta sustancia viscosa ha engrasado las ruedas del poder no solo americano sino del resto del mundo pagando casi todo, golpes de estado, guerras, paces, prosperidad, desarrollo…

En los países en vías de desarrollo la situación es diferente. El camino para salir de la pobreza pasa por disponer de energía barata y eso, hoy por hoy, solo lo dan los combustibles fósiles, en especial petróleo y gas. La contaminación, piensan, es un problema de ricos. Que en Pekín o Delhi no se respire es algo secundario frente a la necesidad de crecimiento.

Parece que se entrevé el comienzo del ocaso de una época: la del oro negro que tiene apellido americano. Sus días no han acabado, pero su prepotencia sí. ¿Cómo compaginar cuidado medioambiental y crecimiento económico? Solo invirtiendo masivamente en tecnología y nuevos procesos para lograr la transición temporal que permita limpiar la contaminación y buscar alternativas energéticas. ¿Podrán financiarlo las petroleras? H

*Diplomático, embajador en

China (2013-2017)