Un 11-S cada tres semanas. Entre 51.000 y 65.000 muertos en el 2016 según distintos análisis, más que soldados estadounidenses caídos en las guerras de Vietnam, Irak y Afganistán juntas, más que las víctimas mortales anuales combinadas de accidentes de coche y armas de fuego en Estados Unidos. Y, más allá de las escalofriantes cifras de sobredosis letales (al menos 142 al día, quizá hasta 178 o más), la pesadilla y la tortura de un virus de efectos sociales y económicos catastróficos que se propaga por ahora sin remedio y sin hacer prácticamente distinciones entre raza, clase o lugar de residencia: de cada 125 estadounidenses, uno es adicto a los opiáceos.

Estados Unidos se enfrenta a la epidemia de drogas más letal de su historia. Tras dos décadas encubierta por un silencio que se empezó a romper ante la demoledora evidencia hace solo unos años, la alarma pública ha saltado definitivamente. El presidente Trump, que en marzo creó una comisión para estudiar la crisis, la semana pasada anunció que seguirá la recomendación del informe provisional que le presentaron a finales de julio y declarará la emergencia nacional.

Aunque aún queda determinar en qué medidas se traducirá, al menos el diagnóstico es ya oficial. Y no podía ser más demoledor. «Entiendan un hecho sencillo --dice un mensaje del informe dirigido a todos los estadounidenses--: si esta plaga no le ha encontrado a usted o a su familia, sin acciones audaces de todos, en escaso tiempo lo hará».

EVOLUCIÓN DE LA EPIDEMIA // Esa «plaga» nació en el sistema de salud en los años 90, cuando el empuje de las farmacéuticas y un nuevo enfoque sobre el tratamiento del dolor propulsó la receta de opiáceos e inundó el país de fármacos como la oxicodona. Entre 1999 y el 2015, se cuadruplicaron esas prescripciones. Las sobredosis en esos años subieron en la misma proporción.

De hecho, los servicios médicos de rehabilitación no dan abasto y tampoco las morgues. Se dispara el número de niños criados por personas que no son sus padres o dirigidos al sistema de acogida. Se han multiplicado por siete los muertos en accidentes de tráfico bajo influencia de opiáceos. Y si la desaparición de puestos de trabajo se considera uno de los factores que han impulsado la adicción, la cruel pescadilla se muerde la cola: industrias que quieren contratar a menudo no encuentran candidatos que superen sus pruebas de estupefacientes.