Teníamos dieciséis años, y estábamos locos. Locos por el baloncesto, claro. En aquellos años de alborotadas hormonas, dedicábamos nuestro tiempo a jugar y jugar en el patio del colegio, muchas veces hasta el anochecer. ¡No pocas veces llegábamos tarde a clase!, lo reconozco. Pero éramos felices poniendo a prueba nuestras facultades físicas, presumiendo por ver quién era más habilidoso con el balón o quién tenía el punto de mira a canasta más acertado. Jordi, Joaquín, Paco, Fernando, Héctor... Era un juego, un juego en el que no habían grandes ni pequeños, fuertes o débiles. Todos reíamos, todos disfrutábamos como niños; aun hoy lo hacemos. Sin embargo, nos dimos cuenta de que queríamos elevar el listón, enfrentarnos a un reto mayor, pero para eso necesitábamos de cierta ayuda. Fue entonces cuando decidimos formar un equipo, cuando decidimos «profesionalizarnos». Pero, ¿cómo?

Mariano entrenaba al equipo femenino de la Consolación, a nuestras compis de generación: Mª Jesús, Belén, Elena, Marta, Lledó, Sandra… Eran buenas, muy buenas. Tenían garra, disciplina, pundonor. Eso era justo lo que necesitábamos los «chicos». Así pues, nos citamos con él y le lanzamos nuestra propuesta: «Queremos que seas nuestro entrenador». Al principio dudó en aceptar la oferta, pero finalmente le convencimos de ello, y ese gesto, esa decisión, cambió nuestras vidas, pues Mariano comenzó a formar parte de ellas, primero como un preparador severo y mentor deportivo, más tarde como amigo. Solo de pensar en los entrenamientos que preparaba ya tengo agujetas. Nunca estuvimos más en forma, pero era necesario si lo que queríamos era formar un equipo de verdad; algo que él logró, y con creces. En nuestro primer año ganamos dos torneos, y repetimos victorias en el siguiente curso. No obstante, si algo aprendimos de él fue a tener confianza, en nuestros compañeros y en nosotros mismos. No pocas veces me apartaba del grupo tras errar un tiro a canasta para repetirme hasta la saciedad: «Sigue tirando, Eric». Él creía en mis posibilidades, en las de todos nosotros.

El deporte, une. En nuestro caso así fue. Forjamos una complicidad en la cancha que poco a poco se trasladó fuera de ella. Mariano, y más tarde Quino Campos, nos mostraron un camino hacia la madurez, hacia lo que significaba convertirse en adulto, siempre desde el respeto mutuo, el compañerismo, la amistad.

Su «uniforme», gorra de béisbol y camisetas de la liga profesional de fútbol americano, le hacían inconfundible. De algún modo, era un niño grande que irradiaba una fuerte energía, de risa fácil y contagiosa, y gran fortaleza. Recuerdo ahora que en ese primer año como equipo nuestro amigo Juanjo, al que apodamos El Negre, no pudo jugar con nosotros. Fruto de esa ausencia surgiría nuestro «grito de guerra», ese mantra que entonan todos los equipos antes de salir a la cancha. Era, en cierto modo, una especie de homenaje o recuerdo por el ausente. 1, 2, 3… al Negre!, decíamos con fuerza. Ahora creo que es un buen momento para elevar aún más la voz y gritar: 1, 2, 3… por Mariano! H